Los nuestros

El valor moral de la disidencia se sitúa en las zonas fronterizas, donde las certezas conviven con las dudas

Decía el abate Marchena, ya en su primera juventud de agitador y polemista ilustrado, que su extravagante modo de pensar lo llevaba a desconfiar de las opiniones en cuanto veía que triunfaban, aludiendo no a ese desdén de los pedantes o los esnobs hacia las ideas o los gustos de la mayoría, sino al escepticismo que debe presidir cualquier perspectiva crítica que merezca ese nombre. Evocando su propia juventud libertaria, ha recordado Savater su inclinación, que no ha variado desde entonces, a dirigir los reproches no a los obvios adversarios comunes, sino a los integrantes de su "familia política natural" cuya credulidad intransigente -que tampoco ha variado- le impacientaba en mayor medida por venir de aquellos que eran, aunque menos en la teoría que en la práctica, compañeros de filas. Ambas actitudes, la prevención ante los modelos imperantes y la independencia de las directrices sancionadas, vengan de donde vengan y más si se trata de las más afines, son dignas de ser reivindicadas frente a la probada tendencia del género humano al aborregamiento, que puede afectar a cualquiera a poco que se acomode uno al grato calor del establo. Asociamos esa suerte de voluntario vasallaje a las creencias o ideologías muy extendidas, pero también las minoritarias ofrecen a sus fieles, siempre que no se salgan de la norma, el resguardo que nunca tendrán quienes no delegan su criterio. Con lenguaje revelador, los expertos en mercadotecnia hablan de nichos y es esa misma homogeneidad, tan compacta como predecible, la que caracteriza a muchos de los que presumen de rebeldes -incluso amparados por el poder- pero suscriben posiciones bien poco aventuradas. No es por tanto el número sino la actitud lo que caracteriza a quienes eligen no seguir el camino de la servidumbre. La opción de disentir de unos u otros valores tiene escaso significado cuando se adopta consultando o mirando de reojo las recomendaciones de los árbitros de la moda o los manuales del buen practicante. Y por el contrario, como en las relaciones personales, la lealtad bien entendida excluye el sometimiento. Lejos del seguidismo fácil, tan confortable, el valor moral de la disidencia se sitúa en las zonas fronterizas y verdaderamente comprometidas, donde las certezas conviven con las dudas y los que pasan por radicales para los moderados son calificados de moderados por los radicales. Los nuestros, sean los que sean, no pueden pedirnos que suspendamos el juicio para renunciar a lo que el hereje, el traidor, el renegado Marchena y los mejores de sus contemporáneos llamaron el ejercicio -siempre arriesgado e incómodo, siempre provisional- del libre pensamiento.

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