No podría ser alcalde. Me preocuparía más por engrosar las almas que las arcas. Y no sé cómo saldría la experiencia, si mandaría a la ciudad a la bancarrota o si mandaría a los chupópteros a la mancarrota, porque se acabaría eso de poner la mano y llevárselo calentito. Se supone que un buen gobernante hace que los ciudadanos vivan mejor. Estoy de acuerdo, pero voy más allá: también debe hacer que mueran mejor.

Accidentes e imponderables aparte, dice mucho de una persona el modo en que fallece. Sus circunstancias, quién le rodea, quién le falta. Yo, como alcalde utópico, emitiría un bando por el que sería obligatorio ir haciendo un testamento de despedida. No hablo de bienes ni posesiones. Mi ayuntamiento sufragaría un diario para todos los aquí nacidos en el que cada año habría que ir escribiendo las gracias. Porque eso es lo que sería: un testimonio de agradecimiento. Odio los funerales, velatorios, misas de difuntos y todo aquello que representa regodearse en el adiós del que ya no va a volver. Creo que el mejor mensaje que nos deja quien se muere es el recuerdo de que estamos vivos. Y dar las gracias supondría una buena manera de recordar que vamos al bollo, no al hoyo. Y hay más: levantaría un edificio en homenaje a la vida, frente al mar, en el que todos esos diarios estarían a disposición pública y con exposiciones itinerantes. La frase más vitalista de la semana, ejemplos de gente que supo exprimir de cada minuto, modelos a imitar… Para regodearnos en la vida.

Más allá de las gracias a mejores amigos, parejas, hijos, padres o madres, encontraríamos agradecimientos muy evocadores y sorprendentes. A los jardines de Puerta Oscura, por ofrecernos la discreción que necesitábamos para aquel beso furtivo. A aquella ola que revolcó a un señor ante su nieta y le procuró la última gran carcajada antes de enfermar. A ese atardecer que le dio a un adolescente el sosiego que necesitaba para tomar una importante decisión. Al camarero gracioso que era la mejor guarnición para ese pescaíto que tanto gustaba a aquella familia. Al último baño que se pudo dar en la playa la estudiante a la que la vida obligó a emigrar a Alemania. Muchos darían las gracias al anónimo inventor del campero. Esa verdad que en su momento nos partió en dos, pero con el paso del tiempo se convirtió en cisne. A la sanitaria que nos trató con sumo cariño cuando al hospital no paraban de llegar contagiados de Covid. Al coche al que no subimos y luego se estrelló. Leeríamos agradecimientos sinceros a momentos de amor a los que luego se tragó el agujero negro del divorcio. Aquel primer buenos días que nos dieron en ese trabajo donde llegamos como un don nadie…

Y lo más importante de todo: leeríamos tantas veces lo de dar las gracias, que se contagiaría y sería, además de una manera de morir, una manera de vivir.

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