Breve historia del Otro: Lawrence de Arabia

Cuando se publican Los Siete Pilares de la Sabiduría, el mundo se dirige ya, aún sin saberlo, a una devastación incalculable. No obstante, en el relato de Lawrence todavía es posible hallar una suerte de sencillez (a veces brutal, a veces sucia), en la que el hombre parece dueño de su destino. De las trincheras del Somme no cabe extraer esta figuración del albedrío humano, de la infinita libertad, que Lawrence representa, sentado sobre su camello. De las trincheras del Somme y de Verdún, lo que se deduce es una ciega intercambiabilidad del hombre.

No sin maldad, Rosita Forbes se burlará de él cuando lo descubra, en un hotel de El Cairo, disfrazado de espía y tratando de pasar desapercibido. A pesar de ello, este señor bajito, risible, atormentado, ha adquirido sobre el siglo una formidable estatura. Millares de personas asistieron al Albert Hall para escuchar la narración de sus peripecias bélicas; y un respetable caudal de hombres lo seguirá por las llanuras de El Heyaz, en su violenta lucha contra el turco. ¿Pero qué es, pero qué ofrece a las multitudes del XX esta breve figura, un tanto melodramática, de Lawrence de Arabia? ¿Qué es lo que ha querido ver el Londres de la Grand Guerre en este áspero galés disfrazado de árabe? Podríamos decir que Lawrence, de algún modo, es una encarnación de aquella magia, de aquella tibia inconcreción, flotante en el crepúsculo, que prometen las Arabian Nights traducidas por Burton. Y sin embargo, esto, con ser cierto, también sería insuficiente. Lo que promete Lawrence de Arabia, cuyo verdadero nombre es Thomas Edward Lawrence, es una idea de la pureza.

Una pureza, obviamente, que está relacionada con esa estampa crepuscular del Oriente que ha popularizado Burton; pero una pureza que, avanzada la Grand Guerre, ofrece una visión del combate opaca al horror mecánico que azota, inesperadamente, el siglo. Cuando se publican Los Siete Pilares de la Sabiduría, el mundo se dirige ya, aún sin saberlo, a una devastación incalculable. No obstante, en el relato de Lawrence todavía es posible hallar una suerte de sencillez (a veces brutal, a veces sucia), en la que el hombre parece dueño de su destino. De las trincheras del Somme no cabe extraer esta figuración del albedrío humano, de la infinita libertad, que Lawrence representa, sentado sobre su camello. De las trincheras del Somme y de Verdún, lo que se deduce es una ciega intercambiabilidad del hombre.

Pero Lawrence, que viaja con la Morte d'Arthur de sir Thomas Malory, que ha trazado fronteras junto a Winston Churchill, que estudió los castillos cruzados en sus días de Oxford, ahora también es constructor de pueblos. En su lento progresar sobre Damasco, ha conseguido agavillar las tribus dispersas, bajo el mando de Feisal, y ahora ya son un pueblo, una nación, y no lo que siempre han sido. Esto presupone que Lawrence sabe en qué consiste ser árabe, y cuáles son las secretas modulaciones de su alma; esto implica, de igual modo, que el galés Thomas Edward Lawrence está trasplantado a las inhóspitas veredas del Oriente un problema, una fascinación, un fiebre, que ha surgido en los claustros de las universidades occidentales.

Naturalmente, Lawrence, hombre de aguda inteligencia, no ignora esa traslación ideológica, de futuro incierto. Aun así, cree saber acotarla. "Y de pronto un día nos despertábamos y descubríamos que ese espíritu mitológico se había vuelto político, y meneábamos la cabeza ante su ingrato nacionalismo, la verdadera flor de nuestros esfuerzos". Los turcos, sin embargo, le parecerán a Lawrence una suerte de simios, que imitan lo occidental en contra de su verdadera naturaleza. ¿Por qué? Porque Lawrence -y con él buena parte de su siglo- cree que hay una naturaleza de lo turco, como hay una naturaleza del triángulo, del agua y del cordero.

Esa naturaleza recóndita de lo oriental es la que Lawrence ha ido a buscar a los dominios del imperio inglés. Y su mirada sobre aquellas tierras será la del honrado entomólogo, que clasifica y fija los especímenes. Cuando a Lawrence se le escape la naturaleza de lo oriental, sospechará que el oriental es falso y mezquino; cuando Lawrence se halle al borde mismo de su adivinación, creerá que lo oriental es vagoroso y sublime, como un ocaso. Lo cierto es que el siglo de Lawrence, la sociedad de Lawrence, ha generado un formidable espejismo, que impele a sus mejores hijos en pos de él. El Occidente mecanizado, entonces inmerso en una atroz guerra mecánica, había generado por oposición una sencilla idea de lo puro. ¿Y dónde encontrar esa pureza, dónde hallar esa raíz viva y espiritual de lo sublime? ¿Dónde buscar, como Arthur Conan Doyle en el mesmerismo, el espiritismo, etcétera; donde encontrar, digo, lo trascendente? En palabras de Huysmanns, "Allá lejos". En expresión de Baudelaire y Poe, "Anywhere out of the world". En cualquier lugar distante de la civilización, geográfica y temporalmente. Cuando Lawrence ordene los cadáveres de sus enemigos, bajo la luz de la luna, encontrará el presagio de una belleza inmutable. Cuando acaudille tribus, cuando tienda emboscadas, cuando marche camino de Damasco destruyendo trenes y ajusticiando hombres indóciles, no hará sino incrementar la sospecha de que su empeño, de que su avance, tiene algo de impostura y mucho de designio imperial, ajeno a los intereses de esas tribus errantes, convertidas en nación in itinere.

De algún modo, la aventura de Lawrence de Arabia es la historia de una derrota. Es la derrota de la ciencia militar y el saber arqueológico para aprehender lo inaprenhensible. Bien es verdad que lo inaprehensible, lo puro, lo sublime, son conceptos que ha diseminado Lawrence sobre un paisaje vasto y arenoso, opaco a tales refinamientos. No es de extrañar, por tanto, que Lawrence se sienta un impostor tras su entrada triunfal en las calles de Damasco. Lawrence ha creado un país, ha instigado la formación de un pueblo y, sin embargo, esos logros concretos difuminan la causa general del misterio. ¿Dónde buscar ahora ese misterio? Acaso en las lejanías de Asia, donde encontró -¿donde buscó?- la muerte.

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