Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

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Buhonero de signos y planetas

La realidad es menos eficaz socialmente que los símbolos que inventamos para entenderla, explicarla y sobrellevarla

En un soneto que hoy sería considerado políticamente incorrecto, Quevedo conmina a Febo a que pague por los favores de la ninfa Dafne, que huye de su acoso. El poeta llama al dios del Sol buhonero de signos y planetas. Bonito título para un ensayo sobre el funcionamiento de los signos y los símbolos en las sociedades humanas. El filósofo Cassirer dijo que el hombre es un animal simbólico, es decir, un creador y un vendedor ambulante de signos y planetas y platillos volantes y promesas de salvación eterna o de progreso. Oriente Próximo fue, en tiempos, una fábrica fértil de fantásticos relatos simbólicos: caballos de madera que sirven para introducirse en una ciudad y conquistarla, guerras sangrientas, crudelísimas, que, al ser contadas en hexámetros, resultan menos horribles que en streaming. Dioses a los que no faltan costillares en sus barbacoas perenes y que están aquejados de los mismos insaciables deseos de felicidad de los humanos. El extravío de un dios omnipotente, incapaz de salvar a su hijos del sacrificio, y que permite que cualquier párroco con unos conjuros lo obligue a personarse en carne y sangre para ser deglutido por seres humanos que hacen frente a esa desmesurada antropofagia simbólica sin tomar ni un omeprazol. Vírgenes incólumes tras dar a luz; chicas que se libran, noche tras noche, de que les corten el cuello gracias a mil y un cuentos. La fábrica de signos y símbolos -orales y escritos- estuvo durante siglos supervisada por el poder que pagaba a los mejores ingenios y poetas para producir símbolos e imágenes capaces de blanquear y embellecer las mayores barbaridades, gracias al arte. Epopeyas, estatuas, monolitos, cuadros de batallas, de decapitaciones, de violaciones, de exterminios, que actuaban de conmutadores, transformando el enorme caudal de sangre derramada, de dolor producido, en monumentos hermosísimos alzados para celebrar -y disimular- la sed de sangre y de dominio de los humanos. La imprenta primero, y las redes ahora, han democratizado y desvalorizado los símbolos. De un tiempo de silencio, en el que los símbolos eran pocos -y fabricados por franquicias hegemónicas- a un tiempo de ruido en el que millones de personas crean continuamente una infinidad de símbolos fulgurantes, de vida fugaz que chocan y se anulan entre sí. Un nuevo silencio, el del ruido indescifrable, nos ensordece.

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