Tengo la suerte de que uno de mis lugares favoritos de Málaga está a un tiro de piedra de mi casa. Los jardines de la plaza Alfonso XII, junto a la iglesia de la Victoria, contienen una umbría deliciosa y discreta, limitada pero suficiente, como un remanso que, sobre todo a primera hora de la mañana, se abre como un oasis de silencio en medio del pánico. Cuando voy de paseo con Sócrates entre sus jardineras, casi siempre limpias y bien cuidadas, o me siento en un banco (un banco, sí: creo que aquí están los últimos que quedan en Málaga) a leer un rato, me invade a veces la impresión de encontrarme en uno de esos pequeños jardines de Nueva York, en los que uno se para un poco para que la ciudad se acabe y en los que es posible sentirse más cerca de los vecinos. Pues bien, desde hace ya algún tiempo encuentro el nombre de Ramón Buxarráis en la fachada del edificio que queda justo enfrente, rehabilitado para la creación de un hogar destinado a la atención de personas mayores en riesgo de exclusión bajo la gestión de Cáritas. Ya hace un par de años, tanto la Comisión Española de Ayuda al Refugiado como la propia Cáritas lograron que se abrieran las puertas del inmueble a los refugiados que llegaron a Málaga desde el otro lado del Mediterráneo. Y al conocer tales actividades, casi imagino a Buxarráis allí dentro, atendiendo a quienes se han quedado solos o lo han perdido todo. Ningún otro lugar en el mundo podría llevar un nombre tan apropiado. A veces, sentado o de paso por el jardín, al ver el edificio me preguntaba en los últimos meses por dónde andará ahora, si seguirá en Melilla, en qué lío se habrá metido con tal de echar una mano donde haga falta, si habrá recuperado la salud, qué pensará de tal o cual cosa. Ahora viene mi compañero José Luis Pérez Cerón a contarme que hace apenas unos días inauguró en Ras el Mal un centro para la formación integral de las mujeres marroquíes. Vaya, no es que Buxarráis siga vivo: es que, a sus 88 años, está más vivo que la mayoría de nosotros.

Y pienso entonces en su decisión de irse, de apartarse del foco, de renunciar a la mitra hace casi veinte años y emprender una labor descomunal al otro lado del Estrecho sin decir esta boca es mía, sin contar sus méritos en un tuit, sin hacerse fotos con famosos para sensibilizar a la masa. Su compromiso ético se formula de manera sencilla: trabajo, trabajo y más trabajo. Frente a un mundo que ha comprado sin titubeos la lógica del postureo, los followers, las profecías de las tendencias, la proyección de la marca personal y otras sandeces que han hecho del mismo mundo una cáscara vacía, todavía encontramos en quién comprobar que la solución de los problemas no necesita analistas sino gente dispuesta a arremangarse. Más allá del objeto de su acción, el más loable posible, es la misma acción como virtud transformadora la que conecta a Buxarráis con una alternativa necesaria para el presente. Desprenderse así de uno mismo, no ser, será lo más parecido al cielo.

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