Por cuarto año consecutivo el presidente del Consejo General del Poder Judicial y del TS, Carlos Lesmes, pronunciaba el discurso de inauguración del año judicial con el mandato caducado. Imaginen qué sería algo similar en cualquier otro poder del Estado. Lesmes se limitó en su discurso a amenazar con su dimisión si no se desbloqueaba la renovación, algo que probablemente debería haber hecho en 2018 al caducar su mandato. El ex alto cargo del gobierno de Aznar preside los máximos órganos judiciales desde 2013 a propuesta del PP. La renovación se ha complicado, aún más si cabe, por una minoría conservadora de bloqueo que apoya obstinadamente la insumisión del PP. No han dado la menor importancia al incumplimiento del plazo máximo dado por la Ley, aprobada por el parlamento el 27 de julio. ¡Para eso somos jueces!, habrán pensado. Lesmes ha pedido a los grandes partidos en su discurso que procedan a la renovación con la ley vigente. Al menos ha tenido el buen gusto de no pedir que se incumpla, como llevan haciendo los populares en los últimos años: una ley con la que han conformado mayorías siempre que han gobernado y que no han cambiado cuando han podido hacerlo. Los jueces insumisos parecen querer dejar constancia de que, sin el menor pudor, comparten con la derecha política igual desprecio a la legitimidad del gobierno y a las leyes aprobadas por la actual mayoría parlamentaria. Lo único cierto de este maldito embrollo es que ni el PP ni el sector más conservador de la judicatura se resisten a ceder lo que para ellos es el verdadero poder: el de nombrar jueces afines en todas las instancias del sistema judicial.

No es sólo un problema institucional: algunos de los hitos políticos más relevantes en las últimas décadas han venido precedidos de sentencias judiciales. Lo que sucede con la judicialización de la política es que las cosas raramente son lo que parecen: actos de aparente suprema justicia pueden no ser más que simples maquinaciones político-judiciales. Los jueces son seres humanos, con sus ideas, creencias y valores y también, cómo no, sus prejuicios. A través de ellos, como todo el mundo, viven la realidad y observan los acontecimientos políticos, e incluso alguno ejercerá de cuñado en las comidas navideñas. Los buenos jueces dejan sus humanas filias y fobias en la puerta del juzgado, pero otros, u otras, los llevan consigo y los proyectan en sus instrucciones y en sus sentencias.

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