Araíz de la moción presentada y luego retirada por el Grupo Municipal Socialista para una nueva candidatura de Málaga con vistas a la Capitalidad Europea de la Cultura, resulta oportuno, tal vez, hacer balance del desarrollo de la cuestión cultural en Málaga desde que las aspiraciones hacia 2016 dieran al traste. El alcalde, Francisco de la Torre, sostiene que otra carrera por la Capitalidad ya no tiene mucho sentido dado que Málaga ha hecho las conquistas oportunas sin necesidad de aquella distinción, y razón no le falta. Pero la tarea consecuente ahora debería ser separar la paja del grano. Y para muestra, un botón: con su restaurado telón de boca de Bernardo Ferrándiz flamantemente recuperado, el Teatro Cervantes inauguró ayer su temporada lírica con Turandot y un 35% más de abonados que en el curso anterior. Sin un auditorio ad hoc, la temporada lírica sigue siendo breve e impropia de una ciudad como Málaga, pero los aficionados parecen haber advertido en esta ocasión atractivos suficientes para comprometerse a asistir a todas las funciones, y ese atractivo es una cuestión de calidad: la mayor garantía posible de que lo que el público va a ver merece la pena, un matiz que precisamente en campos como la lírica resulta delicado pero, en todo caso, hablamos siempre de usuarios que se dejan un dinero en la taquilla y esperan recibir una compensación proporcional. La semana que viene comienza también en el Teatro Cervantes un renovado Festival de Jazz con igual criterio, contrastado en un programa de calidad, digno de cualquier certamen de este signo; y será de esperar una buena aceptación, también, en cuanto a afluencia. En los museos y centros de arte, la relación con el público local es bien sui generis y requiere perspectivas muy a largo plazo, pero lo que podemos decir ya en Málaga al respecto es lo mismo: no hay mejor decisión para implicar al mayor número de gente posible que la apuesta por la calidad. Y, dado que hablamos del sector público, lo triste es que hayamos tenido que esperar tanto para contrastarlo. Es cierto que cada programador, organizador y promotor tendrá su propia noción de calidad, pero también lo es que durante demasiado tiempo se nos han ofrecido como de calidad propuestas que no lo eran. Y no sólo de la crisis puede vivir la excusa.

Precisamente, si en los 80 y los 90 Málaga contó con no pocas actividades culturales de calidad (el adanismo que pretende celebrar ahora el nacimiento de la Málaga cultural es bastante injusto, por más que determinados ámbitos funcionen mejor que antes), la crisis posterior sustituyó este paradigma por el de la cantidad: se trataba de convencer al respetable de que, con la que estaba cayendo, Málaga seguía contando con una agenda cultural bien abultada, en la que cabía prácticamente todo. Nacieron así las Noches en Blanco y otros escaparates que promovían una cultura de situación, servida como la guarnición perfecta para los bares de copas y los paseos en familia, con una escisión peligrosa entre la alta cultura para uso y disfrute del turismo y otra más popular con cositas para ir tirando. A estas alturas, y por más que algunos pudieran ver peligrar sus chiringuitos, conviene afirmar que no todo vale y que los ciudadanos que contribuyen al sostenimiento de la cultura como res pública tampoco son tontos. Para ver mediocridad, mejor nos quedamos jugando al tute.

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