Desde su nacimiento, hace 40 años, el Senado español está buscando su particular perfil político. Y todavía no lo ha encontrado. Su propia existencia fue, en principio, una creación forzada a la que no se le atribuyó claramente ninguna competencia exclusiva y se le dejó en la confusa indefinición de ser una cámara de segunda lectura y a la vez de representación territorial. Su peculiar sistema de elección, tan distinto al del Congreso de los Diputados y con una evidente quiebra de representatividad, le aportan un exotismo que le dificulta encontrar una misión específica y diferenciada.

Parece evidente que una deseada reforma constitucional debería comenzar con una redefinición de esta institución. Y no por un criterio estético, sino porque en un Estado políticamente descentralizado, como es España, la existencia de una segunda cámara que canalice los debates autonómicos y la política de relación entre el Gobierno central y los poderes territoriales es un elemento esencial. Es más, en el camino hacia un Estado federal, una de las carencias de nuestro sistema político es ese órgano de máxima representación territorial con criterio y personalidad propia, que sea el principal y único escenario del debate y las decisiones compartidas entre ambos poderes.

Pero mientras ese momento llega, tendríamos que convivir con la actual situación sin intentar modificarla, subrepticiamente, por la práctica parlamentaria o mediante la legislación ordinaria. Y lo que se deduce con claridad del texto constitucional es que las decisiones de esta segunda cámara nunca prevalecerán contra los criterios y resoluciones del Congreso de Diputados, y en caso de discrepancias, será el criterio de esta última instancia el que tendrá fuerza de obligar. Así se recoge en la Carta Magna. Por eso, intentar que la acción del Senado pueda paralizar y evitar una decisión del Parlamento no deja de ser una tergiversación del sentido y funciones que la Constitución asigna a cada órgano representativo. De ahí que la anunciada modificación legislativa para conseguir que el techo de gasto que fije el Congreso prevalezca ante la opinión discrepante del Senado, lejos de desfigurar el papel de cada institución, devuelve a cada una de ellas el equilibrio constitucional previsto desde el principio. Lo contrario sería forzar la situación y pretender atribuirle al Senado funciones que nunca tuvo ni debe tener.

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