Pues resulta que mientras estamos usted y yo aquí tan frescos, los vecinos del distrito centro, especialmente los que residen en el entorno de la Plaza del Siglo y la calle Molina Lario (qué estremecedor resulta pensar que ahí vive gente todavía, como si hablásemos de un gueto en Varsovia, nido de fantasmas y presencias protoplasmáticas), llevan ya unas cuantas noches de insomnio porque a la alarma del Museo Taurino le da por saltar a las tres, las cuatro o las cinco de la mañana, cada jornada, y así se tira hasta que amanece o hasta que a algún poseedor de la llave competente le da por apretar el botón del off. La cuestión es que por más que han denunciado los vecinos la situación, la maldita sirena sigue cantando cual Caruso a destiempo, justo cuando los guiris que más le han dado a la priva emprenden su deambular nocturno y vampírico en busca del apartamento turístico que alquilaron, que vaya usted a saber si estaba en la calle o en la siguiente, yo por si las moscas micciono aquí mismo que ya no aguanto más, Peter. Ante la inacción municipal, los afectados, entre los que se encuentran niños pequeños y personas mayores que empiezan a tener dificultades para dormir con este calor y que ahora encima deben hacer frente al estruendo, han empezado a hacer ruido en las redes para que los responsables se den al fin por enterados y para ganar la solidaridad de algunos, lo que nunca viene del todo mal. Dirá usted, lector, que hay asuntos más importantes en los que invertir una columna, y yo respondo: tiene toda la razón del mundo. Pero esta sirena indómita, inoportuna, malmetida y tabernácula, más pesada que un tuno borracho y digna de recibir un ataque nuclear a manos de Kim Jong-un, constituye un símbolo preclaro y a huevo de la noción de desarrollo urbanístico que sostienen nuestros amados líderes. Nada como un enorme espacio vacío que nunca interesó a nadie y que tras su abandono se ha convertido en un cadáver ausente y cojonero para saber de qué estamos hablando.

Porque cuando parecía que había que construir museos a toda costa y llenarlo todo de atracciones para que los cruceristas tengan algo que hacer además de tostarse al sol y atiborrarse a paellas, tan entusiasta fue el órdago que hubo que contar algunos cadáveres en el camino. El primero, el de Art Natura, cuya descomposición no fue muy prolongada a cuenta, claro, de una inversión importante de cuyo retorno nada sabemos. Pero pienso también en cadáveres cuando paseo junto a la noria del Muelle Heredia, tristísima representación yerma de una estampa digna de Chernobil. O cuando compruebo que aquel barrio de las artes que iba a ser el Soho sigue siendo un lugar sombrío, sucio, decadente, poco inclinado al esparcimiento muy a pesar de la peatonalización, cuyas muestras de arte urbano han quedado para panteón postmoderno, eso sí, con los alquileres por las nubes. Ahora sabemos qué cabe esperar cuando Francisco Pomares pide rascacielos todos los barrios. Más sirenas.

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