Caracortada

Partiendo de la nada, el hijo de inmigrantes llegaría a las más altas cimas del emprendimiento

La bien documentada biografía que Deirdre Bair ha dedicado al legendario Al Capone, donde la principal novedad son los testimonios de los descendientes de la familia, aporta un enfoque distinto a una historia, la del ascenso y caída del gánster, que ha sido muchas veces contada. Solemos pensar que fue el cine -películas como la temprana Scarface (1932) de Howard Hawks- el que le dio popularidad mundial, pero en el libro se citan decenas de noticias contemporáneas de diarios de todo el planeta donde la figura de Capone se beneficiaba de un tratamiento que bordeaba la admiración hacia sus hazañas. Héroe o antihéroe del pueblo, el hampón hortera y sentimental caía bien al público y encarnaba, de modo paradigmático aunque poco ejemplar, una de las variantes del sueño americano, de forma no distinta a los futuros cabecillas del narco en el sur del continente. El éxito de su negocio consistió en aplicar a la extorsión los procedimientos de la empresa a gran escala, con tal eficacia que su estructura ha sido objeto de estudio por los analistas del mercado. El alcohol, el juego y la prostitución fueron los tres pilares sobre los que Capone levantó su imperio, breve pero fulgurante. Cinco vertiginosos años median entre el comienzo de su asalto al poder de las bandas y la sorprendente condena por fraude fiscal, que por cierto tampoco lo diferencia de otros empresarios de éxito que -si bien no trafican con mercancías prohibidas ni eliminan a sus rivales de la competencia- consideran que ya rinden suficiente servicio a la comunidad para encima pagar impuestos. Al se presentaba -y no mentía- como un hombre hecho a sí mismo, dotado de iniciativa, capacidad de trabajo y una destreza natural para llevar los números, que anotaba personalmente en sus famosos libros de cuentas. Partiendo de la nada, el hijo de inmigrantes llegaría a las más altas cimas del emprendimiento. En la cúspide de su carrera, el mafioso tenía a miles de ciudadanos a sueldo, incluidos cientos de políticos, policías o empleados municipales, y afirmaba no sin razón, reclamando la respetabilidad debida a los benefactores, que era una pieza esencial en la prosperidad de Chicago. Daba, solía aducir en su descargo, a la gente lo que quería, y sólo desde la hipocresía los mismos que consumían sus productos podían tacharlo de delincuente. Caracortada podía ser un asesino y un cínico, pero no era tonto. Al margen del carácter ilícito de sus actividades y de los espectaculares crímenes de su legión de sicarios, la línea que une a Capone con el capitalismo desaforado ya fue resaltada por Enzensberger y apunta a un modelo de corrupción que no ha perdido vigencia.

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