Habrá que agradecer siempre a Francisco de la Torre que haya incorporado a Carmen Thyssen a la iconografía personajística malagueña. La baronesa hizo en su momento de Rey Lear, con su tarta y sus ganas de repartirla, y allá que acudió el alcalde, como una Goneril fiel, a convencer a la susodicha de que Málaga era la mejor depositaria posible de su colección de pintura española del siglo XIX (luego llegaron las otras hijas del rey, despechadas, catalanas y andorranas, a repartirse lo que quedaba de bizcocho: haber mostrado más amor cuando había que mostrarlo). Queda para la perpetuidad el paseíllo que Carmen y Borja Thyssen dieron por toda la calle Larios, con la prensa convenientemente convocada, cuando el museo que había que inaugurar estaba en Compañía; pero aquel lucimiento de palmito, aquí estamos porque hemos venido, mirad que guapos y qué ricos somos, podéis aplaudir con vuestras manos sucias, no sólo constituyó uno de los episodios más ridículos de la trayectoria política de Francisco de la Torre, que se promociona a sí mismo como heredero de la mejor tradición liberal y pactista de la UCD y a la vez parecen chiflarle estos saraos sin reparar en el desgaste que le ocasionan; también representó un síntoma de lo poco que Málaga se quiere a sí misma y de lo barata que está dispuesta a venderse, aunque luego se deje llevar por los demonios cuando de poner verde a Sevilla (que por cierto aspiró también a su trozo de pastel) se trata. Ahora, la situación es muy distinta: Borja Thyssen salió del patronato del museo de aquella manera y la baronesa admitió el pasado jueves que no tiene ni un duro. O, para ser más exactos, que la colección que tiene en Madrid no le rinde lo suficiente. Que el Gobierno le paga poco a cambio de la custodia de semejantes joyas. Que hasta se tiene que pagar ella misma los taxis, lo que al parecer es una tragedia en según qué gente. Y cifró el valor de su colección en trescientos millones más de lo que indica la tasación real de las piezas. Para colmo, el Museo Carmen Thyssen Málaga lleva ya algún tiempo sin recibir la visita de su mentora, que antes se dejaba ver en las inauguraciones con más asiduidad. Algo de frío embarga a esta pasión demasiado sometida, tal vez, a la costumbre.

Es cierto que la llegada de parte de la colección de la baronesa a Málaga entrañaba una oportunidad para Málaga. Pero, como casi siempre en lo que a la política museística municipal se refiere, se pintó de primeras un paisaje edénico con tal de justificar la elevada inversión acometida que luego ha tenido poco que ver con la realidad. La baronesa traía en sus primeras visitas la boca llena de Van Goghs, de Magrittes, de Monets, de Manets y de Cezannes, como complementos asegurados de su colección decimonónica hispánica (interesante, sin duda, pero que difícilmente justificaba por sí sola un museo de estas características) mientras el alcalde asentía feliz. Después no ha habido nada de esto, o muy poco, por más que hayamos tenido exposiciones altamente recomendables junto a otras honestamente desmerecedoras de aquellas primeras promesas. Estaría bien que para el próximo museo supiéramos desde el principio a qué podemos atenernos. Y que Carmen Thyssen venga a felicitarnos cada Navidad, por favor. Si le llega para el taxi.

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