DE muchacho me gustaba ir al Refugio a empapar mi afición al flamenco con aquella representación del vivo, de lo que nacía en Málaga y empezaba a crecer con evidencias de calidad y éxito. Entre el colorido elenco destacaba un gitanito bailaor, alto y delgaducho, de estilizada figura, que ya hacía notar sus intuiciones rítmicas, su medida del compás, su virilidad y gracia en la ejecución de palos tan complicados como los gaditanos. Con el tiempo y su trabajo constante en los tablaos de la costa, lo admiré ya maduro con Mariquilla en el Jaleo de Torremolinos. La heterodoxia de sus maneras crearon escuela con él. Carrete, siendo fiel y puro en sus esencias gitanas, afinó elegantemente su altura y su fuerza de ejecución a una expresión libre y dominada. Su taconeo subraya el quejío de sus contorsiones con figuras y cambios que llenan la escena donde las ejecuta. Hace días lo admiré de nuevo en el Echegaray. Todo igual de emocionante, con el pelo blanco y su porte espléndido, señorial, conmemorativo...

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