Si la juventud fuera una estación, sin duda la asociaríamos al verano. Energía, luz, pasión, vitalidad, planes. Los jóvenes, no obstante, viven su particular invierno. Porque lo tienen todo para saciar sus pulsiones salvo dinero. Tampoco son conscientes del tiempo que derrochan desde su montaña de vida por delante, pero me temo que esa lección solo se aprende cuando las arrugas y las canas van tiñendo el día a día o una enfermedad terminal aparece en el entorno. Eso sí, la falta de posibles también puede reflotar esa gran virtud de convertir las desgracias en risas para ascender de pobre a tieso, que un tieso es un pobre que sabe buscarse la vida para satisfacer sus deseos. Sin embargo, eso forma parte de otro artículo en clave andaluza que no sé si algún día escribiré para intentar demostrar que el culto al Lazarillo de Tormes habría sido mayor aún de haber sido escrito por estos lares.

Hablamos de la vida a cero euros. Otra de las plagas del capitalismo, que nos graba el consumismo a fuego desde pequeños y que para colmo encontró un infernal aliado en internet, pues a golpe de clic se nos ponen a tiro de piedra un sinfín de posibilidades de ocio. Sin embargo, la vida contraprograma esos bolsillos vacíos con planes maravillosos, no solo por rellenar el tiempo libre, sino por el crecimiento personal que nos ofrece.

Sí, a todos nos viene a la cabeza lo mismo: salir a hacer deporte. Ir a la playa. Realizar alguna ruta por el campo. Visitar museos sin coste. Esas acciones van más allá de la acción gratuita; restablecen nuestro cordón umbilical con la naturaleza y con la filosofía. Porque en esos contextos, sin un móvil que cree interferencias, surgen las conversaciones más profundas, más evocadoras. Las musas del atardecer nos pueden regalar el elogio más sentido a nuestra pareja. El silencio entre la música instrumental de los pájaros puede arrancarnos nuestras reflexiones más puras. Esa decisión por tomar que teníamos pendiente puede materializarse con claridad. Ambientes que nos ayudan a conocernos y entendernos mejor, otra de las enfermedades del siglo XXI (hemos dejado de hablar de nosotros para cotorrear sobre memes y asuntos banales). Otra de las vacunas que necesitamos es escucharnos más y charlar menos.

Y me gustaría ubicar en el mismo escaño de importancia tres palabras que no cuesta un euro pronunciar y cambian mucho nuestra perspectiva y la de los que nos rodean: hola, gracias y lo siento. Palabras que nos hacen más educados, más empáticos, más humildes. Que refuerzan vínculos sociales. Que no engordan nuestra cuenta corriente, pero sí nos hacen más humanos. Y esa riqueza no tiene precio y nos da más valor.

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