Tengo la cara llena de cicatrices. A los 4 años, la varicela me dio fuerte. En la nariz, en el entrecejo y sobre un ojo, tres grandes postillas y un picor insoportable me hacían la vida imposible. Mi madre me insistía en que no me rascara, o si no se me quedarían marcas de por la vida. Yo no le hacía mucho caso, no es fácil cuando tan pequeño hierves en un insoportable escozor. A los 10 u 11, no recuerdo bien, tuve un aterrizaje forzoso en un castillo hinchable. Tras una intensa voltereta, mis pies rebotaron fuerte y una de las rodillas fue a detenerse en mi labio superior y me talló ahí un pliegue. Recuerdo sentirme un poco Frankenstein en plena adolescencia.

Tuve la suerte de ser popular en el colegio. Pero una vez pillé a un par de compañeros referirse a mí por la espalda como "el diana". Ciertamente, a edad escolar las cicatrices se me marcaban bastante. Y eso que aún faltaban un par para la colección, ambas en días señalados. La primera, el 30 de mayo de 1999, cuando el Málaga, tras un tortuoso paso por las cloacas del fútbol, al fin logró el ascenso a Primera. Mi amigo Juanjo quería invadir el campo tras el pitido final. Yo vi tal cantidad de antidisturbios que no dejé de disuadirle para que no lo hiciera. Y justo en ese momento de frenarle, solo recuerdo un impacto muy fuerte en la sien. Hace siete años, en un intento por matar un mosquito, acabé dando una pirueta que me llevó a estrellar la otra ceja que conservaba sin marca contra el pico de una cómoda. Horas después, se casaban dos de mis mejores amigos. Allí me planté con puntos y esparadrapo. Según mis hermanas, enfermeras ellas, por poco no perdí el párpado móvil.

Así que valga mi amplio historial de cicatrices para empatizar con las personas acomplejadas con ellas. Especialmente con las mujeres, a las que esta vida quiere encarcelar en una continua imagen de perfección y juventud. Pero me cuesta entender a quien se quiere operar para eliminar marcas, arrugas, rasgos de expresión. Parecieran estar borrando su paso por el mundo. Lo que las humaniza y hace imperfectas, que es una de las pocas cosas que nos iguala a todos.

Una cicatriz nos recuerda que estamos vivos, y que en algún momento pudimos dejar de estarlo. Que lo que un día se agrietó o rompió, puede sanar. Una arruga deja un surco de expresión, es un diario de emociones. De las risas que nos hicieron libres, de las penas que nos hicieron fuertes. Una estría nos enseña que no somos invariables ni infinitos, que la vida fluyó. Y aunque es humano sentirse feo tras ellas, no hay nada más bonito que ser natural, uno mismo. Y la gente guapa no se achanta ante ningún espejo ni queda sepultada bajo una marca. La gente guapa sabe reconocerse sin en envoltorios y no quiere retrasar el momento de la muerte, sino alargar el de la vida. Antes que ser actrices de tu propia vida, mejor la naturalidad de tus cicatrices. Yo en mi cara llevo mi infancia, un castillo hinchable de feria, el ascenso del Málaga, una bonita boda. Mi vida entera y las ganas de amasar más aún en ella.

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