En la parte de atrás de mi último domicilio, en el barrio granadino de El Realejo, se escuchaba todas las tardes, hasta el comienzo de este siglo y en las hora de la siesta veraniega, el sonido tubo armónico tenor, adobado de cierta melancolía, del saxofón que tocaba Enrique Villar Yebra. Él soplaba indolente el instrumento en un piso de la cercana calle Honda del Realejo que se abría, casi de inmediato, a la plaza de Mariano Fortuny, cuya casa; que otrora fuese habitación y estudio de aquel gran pintor catalán decimonónico; era la que yo habitaba. Apenas cincuenta metros distaban. Aquel saxo de Enrique rompía el tedio y la somnolencia de los que amaban practicar la siesta. En mí, en cambio, causaba el efecto contrario y me ayudaba a zambullirme en el sopor, arrullado en su sonido hasta las vespertinas horas en que sonaban las campanas en la, también, cercana espadaña dominica, la misma que Villar dibujase tantas veces.

Enrique Villar Yebra, sin haber sido un Falla en la música ni un Dalí en el dibujo, sí era un artista medular por todos reconocido. Cuanto a él se refería había de pasar por el tamiz de la intelectualidad y la sensualidad. El mundo, según su propia filosofía, se podía reducir a notas en un pentagrama o a intrincadas líneas negras sobre blanco en cualesquiera de sus expresivos millares de preciosos dibujos granadinos en los diarios Patria o Ideal o en su casi docena de libros de textos y viñetas, por los que andaba el dibujante desde secretos cármenes y frescas albercas hasta la altura de las veletas, en los altos torreones, miradores de casonas seculares. Ayer tarde, recordándolo junto a algunos amigos, me propuse escribir estas notas, que ni siquiera son apunte de la merecida biografía del maestro y del granadino ejemplar. Pero sí han de ser, al menos, recuerdo entrañable de quien quiso tener la generosidad de contribuir -y no poco, ni con levedad- en mi instrucción sobre Granada y todas las cosas a ella referidas.

El próximo 9 de noviembre podremos conmemorar el centenario de su nacimiento, en la Placeta de Carvajales, prodigioso mirador albaicinero y lugar por el que hubo de entrar, por los amplios ventanales que eran sus ojos, todas las luces y la belleza de Granada, los brillos serenos de la Vega ubérrima y los resplandores aurora, en cada amanecida -imposible sueño de Newton- desde las alturas sin mácula y olímpicas de Sierra Nevada.

Muchas veces almorzamos o cenamos juntos en aquel restaurante de la calle Zaragoza: los Manueles. Él, con naturalidad pasmosa, comía con fruición buenos platos de verduras vaporizadas, en las que más que abundaba la zanahoria -así, me decía, podré conservar la vista, niño- mientras Morcillo, el camarero más viejo y locuaz, sabiendo que se quedaba ciego, me apuntaba una concha de callos y una croqueta, con una tiza húmeda sobre el mármol rojo de la barra. Nada es ya igual, pero Enrique Villar es imborrable. ¿O no?

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