La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Cilicios y maratones

Se asumen mortificaciones para la salud del cuerpo como antes se asumían otras para la salud del alma

Camino de ver al afligido y herido Señor de la Humildad y Paciencia me crucé con el medio maratón. A las mortificaciones para la salud del alma, pensé, han sucedido las mortificaciones para la salud del cuerpo. Ambas son igualmente antiguas y han caminado en paralelo durante siglos. Cuando los griegos celebraban sus fiestas atléticas en el santuario de Zeus en Olimpia ya se prescribía el ayuno en el Levítico, Buda ejercía sus mortificaciones y los maestros de la espiritualidad oriental recomendaban diferentes prácticas de autocontrol llevadas en ocasiones al extremo. Unas han decaído y otras conocen un auge espectacular, como si una humanidad descreída se dijera: ya que no somos eternos, seamos al menos duraderos.

No seré yo quien defienda las mortificaciones que ni apruebo ni practico. Sería lo que faltaba, no para que me arrojaran a la cueva integrista en la que más de uno ya me ha confinado, sino para que taparan la salida con un pedrusco. Pero tampoco deberían olvidar los cristianos new age que el diablo aprovechó el hambre de Jesús Nazareno para tentarle "después de hacer un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches". Solo llamo la atención sobre estas deportivas mortificaciones en las que se asumen sacrificios para la salud del cuerpo con la determinación con que antes se asumían otras para la salud del alma. Produciendo ambas la estimulante sensación de haber dominado el cuerpo para lograr un bien superior. Que también hay endorfinas espirituales.

Recuerdo cuanto me sorprendió, en mi primera y lejana lectura de Un mundo feliz, que al final John el Salvaje se recluyera en un faro y se disciplinara cual un san Jerónimo o un san Antonio Abad penitente. Un final tan sorprendente como el de una de las mejores novelas que he leído, Sombras sobre el Hudson de Bashevis Singer, en el que el mundano y promiscuo Hertz Dovid Grein abandona Nueva York para abrazar en Israel el judaísmo ortodoxo con toda su carga de ritos -los 613 mitzvot o preceptos- convencido de que "el mismo Dios que había creado el tigre creó la cuerda que lo ata, e infundió en el tigre humano la voluntad de sujetarse a sí mismo". Esta cuerda está formada por los ritos, que incluyen privaciones y ayunos, gracias a los que el Pueblo Elegido fue "el primero que ató a la bestia que llevaba dentro y enseñó la forma de hacerlo a las demás naciones". Quede dicho citando dos modernas autoridades.

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