Decía el clásico que lo que no se nombra no existe, y tenía razón. El problema llega cuando uno se niega a nombrar la realidad y cree que eso es suficiente para impedir que otros lo hagan. Ahora resuena con especial brillo aquella advertencia que lanzó Juan Cassá poco antes de la Feria para que no se divulgara una imagen negativa de la fiesta, lo que, por otra parte, tampoco es muy complicado: hay argumentos de sobra para promover una estampa del Centro y del Real suficientemente atractiva para propios y extraños. Otra cosa es que queramos contarlo todo. Pero ni lo que Cassá ni nadie pueden evitar es que la proyección internacional de la Feria de Málaga como destino preferente para el turismo de alcohol siga creciendo, y que en buena parte de España, así como en otros países europeos, aparezca la ciudad en el mapa como lugar favorable a la cogorza en espacios públicos sin demasiado riesgo de sanción. Y esto es justo lo que está sucediendo: el botellón que se arma entre las Plazas de la Merced, Uncibay y Jerónimo Cuervo cada día tras el teórico cierre de la Feria del Centro, con la consecuente degradación del entorno en términos a menudo lamentables (destrozo del mobiliario urbano, peleas mastodónticas con botellas rotas como la que tuvo lugar la madrugada del martes, portales de viviendas empleados como urinarios y un riesgo de salubridad creciente: no se trata tan sólo del ruido que soportan los vecinos), registra ya el tono más cosmopolita de la Feria de Málaga, con gentes de las más variadas procedencias consagradas a la tarea de quedarse ciegas. Lo mismo sucede en áreas del Real como la Explanada de la Juventud, empleada por muchos como una mera prolongación del centro en lo que a incivismo se refiere (llegada cierta hora, el olor en las casetas cercanas es sencillamente insoportable). Tenemos ejemplos en España de la deriva que siguen las ciudades recurrentes para este tipo de turismo. Y a lo mejor no estaría del todo mal pensárselo.

Naturalmente, ni el Ayuntamiento, ni los hoteleros ni ninguna administración van a poner palos en las ruedas. No se trata de eso. Insisto, la Feria de Málaga cuenta con una amplia oferta para todos los públicos capaz de hacerla apetecible aquí y en Vladivostok. Pero renunciar a mejorarla por miedo a que esa actuación pueda espantar a los turistas significa dejar la vía libre a quienes se empeñan en destrozarlo todo para echarse unas risas. Y cabe tener en cuenta el pequeño detalle de que quienes votan en las urnas y sostienen el chiringuito con sus impuestos no son precisamente los turistas, sean más o menos cívicos. La propuesta de Teresa Porras de retirar las casetas de la Plaza de la Constitución puede tener efectos positivos, pero no es ahí donde está el problema. La Feria es a día de hoy segura y accesible, mucho más que hace unos años. Pero corre el riesgo de dejar de serlo de aquí a dos días. Eso sí, se habrá salvado el turismo. Aunque sea para tirar la última papelera.

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