Son días extraños en Málaga. El verano clava sus uñas en los goznes de la última hoja arrancada de su calendario implorando al otoño que le deje un ratito más, como esos niños que no quieren salir del agua un domingo a punto de atardecer. El otoño aquí es condescendiente, que esta ciudad es de las últimas en las que suelta sus maletas, pero el verano no se conforma. Son tan extraños que si Vetusta Morla hubiera compuesto Los días raros en uno de estos de octubre, podría opositar a himno oficioso malagueño.

Es una reflexión que me ha acompañado en estas últimas mañanas en las que tanto me ha costado amanecer; se ve que a mí también me queda algo de ese jet lag estival en los bolsillos. Pero nada más pisar la calle lo primero que me abre los ojos es el del sol mirando desde el este con unas pestañas evocadoras y su rímel naranja e ignífero. Y no es de extrañar, pues esta época nos regala unos colores que nada tienen que envidiar a los de Santorini o Masai Mara. Y por si fuera poco, esta semana nos dejó el orgásmico contraste de encontrar la luna llena trasnochando poco antes de las nueve mientras su astro antónimo pintaba una pared del cielo de melocotón.

Suena a contradicción, y lo es. Pero en esta bendita tierra estamos hechos de ellas. O más bien de contraadicciones, porque parece que nos gusta vivir con ellas. Así que corremos a sacar la ropa de invierno para ponérnosla en primera línea de playa comiendo las últimas sardinas de la fiesta. Y mientras en una plaza detenemos a dos yihadistas, en una calle paralela, horas después, una procesión vuelve a la calle para preparar la Magna. Con los mejores índices de casos de coronavirus en tiempo, el personal sanitario protesta porque no hay personal. Ya se diseminan estratégicamente los puestos de castañas por los barrios, pero alguna heladería puntera retrasa su apoteósico cierre a noviembre. Políticos y gerifaltes se halagan pensando en que un Hermitage puede poner la guinda al circuito urbano; jóvenes que se han sentido encarcelados en la pandemia se frotan las manos retomando botellones en plazas señeras. Algún terralito despistado se cuela entre alguna mañana brumosa, a la espera de que esos 2-3 días torrenciales de lluvia en noviembre hagan de violentos teloneros para un invierno que, un año más, se sentará en la silla de nuestro otoño de usar y tirar.

Y así, otra vez, nos toca movernos en este escenario para jugar (pero sin calamar, o acaso espetado) a estas contradicciones. A estas contraadicciones que no están contraindicadas, o quizá indicadas contra los síndromes posvacacionales, otoños indecisos y climaterios del invierno de esta inefable Málaga.

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