POR montera

Mariló Montero

Corazón negro

ME produce una sensación grandiosa el hecho de poder llenar las líneas que siluetean los países en el mapamundi de su vida propia, estudiar mi cambio emocional mientras comparo cómo observaba a Sudáfrica antes de conocerla con lo que ahora siento al volver a verla a través de un mapa físico. Ya no veo capitales ni nombres de pueblos, no veo ríos o montañas para un examen escolar, no veo un país más con el que aumentar nota por ubicar mejor las minas diamantinas de Kimberley. Veo nombres de hombres, amigos. Escucho voces agudas de niños con cien mil mocos en la nariz que al vernos en su camino se tiran ladera abajo con las palmas de las manos abiertas reclamando "sweet, sweet, sweet!" (¡caramelo, caramelo, caramelo!). Recuerdo la sonrisa blanca en el rostro de las mujeres que cargan en sus cabezas pesados troncos con el elegante caminar de una gacela. Su generosidad al abrirnos sus hogares. Mantengo la temperatura del aire que no se ve, el color, ¡los colores!, de los mil cielos exuberantes que convierten en cerámicas los paisajes. Resuenan en mi interior los inmensos campos verdes salpicados de cabañas de colores de los pueblos Xhosa, cual gominolas de colores vivos donde habitan los pueblos que cierran la red de venas y alveolos que transitábamos. Empezamos el viaje en grandes autovías, de las que nos desviábamos en busca de caminos pedregosos y polvorientos que se esfumaban en suaves yerbas donde estaba la última cabaña que cerraba el mundo. Ahí sentí que su pobreza me enriquecía. Y es que, en realidad, no es un pueblo pobre, porque la pobreza surge de la comparación a la que ellos no se someten. Allí no ha llegado la civilización que intoxica la pureza de los pueblos que se merecen una evolución pausada y natural.

A veces dudo de si he regresado de Sudáfrica. Es una sensación común entre quienes la han visitado y por la que muchos han cambiado sus vidas. África te impregna de un algo indescriptible, de una seda que vela los recuerdos y de la que te niegas a desprenderte. Tengo la sensación de que me he quedado atrapada en un eterno atardecer con el sonido secreto con el que se comunican los elefantes y las canciones de los niños al compás del tañido de la madera hueca o el azote de las chapas de coca-cola que musican sus pies. Acudo a los frenéticos bailes con los que rememoran misteriosas leyendas de sus antepasados, de quienes deriva su felicidad; todo sacude mi espíritu envuelto en la alegría que les brota en cuanto ven a un blanquito saludándoles en su lengua: "Sawubona, buti" (buenos días).

He vuelto de Sudáfrica con la maleta llena de bichitos, de esperanza para esos niños y una recomendación para con mis antepasados de Baba Zungu (chamán). He vuelto impregnada de la refinada esencia de un continente por el que tengo mi corazón negro.

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