La escritura es comparable al desnudo. Uno decide qué ofrecer, qué ocultar, buscando una reacción, una provocación, un placer. Estas columnas, de algún modo, son un peep show de palabras. Uno no sabe quién se asoma por la mirilla mientras se va quitando capas a base de frases, razonamientos e inquietudes. Y aunque servidor sea dueño de qué y cómo se dice, la sensación de exposición es superior a ese control. Sin pretenderlo, sin ser consciente, entre líneas se van cayendo más prendas de las que pretendías. Y puede que el desnudo pase de integral a integrista. Mostrar el cuerpo libre llega a ser adictivo, terapéutico, redentor.

Valga esta paradoja para explicar las sensaciones de uno ante la pandemia. Hacemos de centinela diario de los actos ajenos, pero no debemos olvidar que nuestra actitud frente a ella igualmente marca la etiqueta que nos endosan. El estallido del coronavirus fue un tsunami devastador. La segunda ola pasó de oportunidad a juicio público y político. Ahora llega la tercera, y esto de vivir covidizados no nos coge de sorpresa. Todos estamos esperanzados en la vacuna, resabiados, en el último curso de nuestro master en epidemiología, hastiados, con los negocios aferrados al último clavo ardiendo de la esperanza (y algunos, necios, con persianas giratorias de 18 a 20), con cadáveres sin funeral ni segundas oportunidades. Esta tercera ola invita a trazar una raya en el suelo: tú eres responsable, tú no.

Vamos clasificando a nuestros contactos en imprudentes, obsesionados, egoístas, inconscientes, ejemplares, incongruentes, amargados, enfermizos, insurrectos. Así que la distancia pasa a ser algo más que de seguridad o social. A medida que nos refugiamos en nuestro particular código moral para afrontar la crisis sanitaria, vamos alejando a quienes no lo comparten. E igual hacen con nosotros. Y solo se me ocurre pensar que es una bendición: cuando acabe la pesadilla, nos quedará ese surco de saber a quién queremos seguir teniendo distanciado, que una cosa son las mascarillas y otra las máscaras.

Tanto tiempo de retiro social ha venido de fábula para la introspección, en los momentos de crisis afloran instintos que el día a día sepulta. Ahora, aunque hayamos conocido aspectos de nuestra personalidad más horribles que seductores, somos mejores por el mero hecho de reconocernos con mayor profusión, tenemos un autoconcepto más completo. La personalidad es como el Photoshop: vamos jugando con nuestras capas y decidimos cuál y cómo mostrar, pero las demás no desaparecen. No podemos decir lo mismo en términos colectivos. Como si fuera un mal endémico o una prehistoherencia, parece de que de esta no saldremos como una sociedad mejor. Al menos sí nos quedará la posibilidad de distanciarnos de esos irresponsables como vacuna propia, efectiva y con dosis ilimitadas.

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