Decía con cierta amargura el gran Fernando Fernán Gómez que en España no se critica, se desprecia. Resulta pertinente recordarlo ahora que, en estos tiempos trágicos, se apela a la necesidad de la crítica y se hace con tanto énfasis que parece que tal derecho haya dejado de existir. De hecho, se afirma que el Estado de Emergencia se aplica como Estado de Excepción. Lo curioso es que los que así se expresan sean los autores de la "ley mordaza" y sus más entusiastas voceros. Ningún gobierno acepta bien las críticas: lo problemático es querer colar como tal la tergiversación, el bulo, la media mentira y las falsedades totales o se cobija bajo el paraguas de la crítica política a aquellos que, en palabras de Luz Sánchez Mellado, "reparten sumarísima justicia tuitera sin aportar más que veneno".

El problema no es nuevo. Hay una terquedad intergeneracional en la derecha española para deslegitimar todo gobierno que no sea de ellos. Lo hicieron con Zapatero, sin olvidar el "váyase, señor González", y ahora lo hacen con el actual. No creo que nuestra derecha siga teniendo un problema con la democracia, pero es evidente que lo tiene con el pluralismo. Con aquello a lo que se refiere Julian Baggini cuando habla de las "personas con valores contrapuestos, que no creen que sea bueno aceptar simplemente la existencia de esas diferencias y negociar su coexistencia". Parece que haya que recordar todos los días que el gobierno se ha constituido siguiendo las previsiones constitucionales y que resulta un ejercicio de extremada deslealtad negar su legitimidad. Ese negacionismo es la causa principal de lo que el Financial Times ha definido, en un reciente editorial, como singularidad española en la crisis del coronavirus: el incremento de la confrontación política según aumenta el número de muertos y el gobierno dicta normas sanitarias y económicas con las que combatir los devastadores efectos de la pandemia.

Lo cierto es que se han tomado decisiones acertadas y desacertadas y que al gobierno le ha faltado voluntad de diálogo. Pero lo que se hace en nuestro país no difiere mucho de lo que se hace en el resto del mundo, donde ya se superan los tres mil millones de personas confinadas. El verdadero problema es tener que decidir entre las recomendaciones de los expertos en salud pública y virólogos o las de los economistas: la tragedia de enfrentarse al dilema moral de decidir entre salvar vidas o salvar la economía.

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