Alas once en casa" suena a teleserie apolillada. A negociación de hardolescente y la murga de "a todos mis amigos les dejan llegar a las doce o la una"...Hasta las dos o las tres que cantaba Joaquín Sabina on the rocks. En la minoría de edad no me dejaban llegar más allá de las diez, y menos de farra, pero en cambio, podía pirarme un fin de semana completo poniendo acampada de hoguera con tartera, saco de dormir y mochila de distancia. Hogaño me conformo con la escapadita artrítica y montaraz en comandita, a batirme el cobre por el bosque o buscar lunares rojos a los madroños. Ir de pisaprados enmascarado y ser adelantado por un pelotón de ciclistas fosforescentes con el pulsómetro reventón.

Mientras aguardo el finde de respiro zagal, me agazapo en la covidchuela que va transmutando en conejera, musitando solo, suspirando por una rejilla de alambre color zanahoria. Acechado por el estado de paranoia que se ha quedado engatillado en las noticias pocas buenas y demasiadas extravagantes. Entonces me asalta con solera la nostalgia borrosa. Aquellas barras de bar, genuinas redes sociales, donde por lo menos ponías cara a las sandeces, cuando en cada portería habitaba un community manager que te mantenía al corriente de los asuntos cordiales y picantones del bloque. Tiempos infectados estos, pienso. Será porque se me cayó una balda en el cubil del teletrabajo. Se despeñó una pila de cómics viborillas llevándose por delante una antología griega del bachiller, un manual de instrucción táctica y otro de cómo llegar a ser un guionista excelente. También el Strahler, gran tocho de geografía física y los dos volúmenes del Atlas Histórico Mundial que sirven para poco ya dado que la mitad de los países han cambiado de nombre y de historia. Todo un desplome simbólico con gran avería psicológica. El derrumbe casero de occidente. El escritorio quedó salpicado con lanzadas de lapiceros despuntados y el transistor yacía boca abajo amordazado por el cable de alimentación. Mucho ruido desencuadernado. Un pequeño terremoto disimulado por el volumen de la televisión vecina que voceaba a toda telerrealidad. Ahora todo es nuevo, pero nos suena a Antiguo Testamento con sabor a estatuas de sal, como las luces mudas de calle Larios, esa gran bola de discoteca vacía. A las once en casa de momento, mejor que en el hospital, mientras alumbramos otro mundo diferente.

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