Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Difama, pero dando la cara

Esta semana hemos sabido que un dentista australiano ha ganado una batalla legal muy significativa para que haya esperanza ante el creciente abuso perpetrado contra el usuario en internet, un laberinto de conexiones entre aparatos donde los tempranillos desde sitios como Bulgaria te birlan la cartera en cuanto te confías en plan primo, y donde los bulos y las mentiras o fake news llevan piel de cordero. Al cirujano maxilofacial en cuestión le cayó lo más grande en una o varias redes sociales con una serie de mensajes que lo ponían de matado en su oficio, y de chorizo. El denunciante no era en puridad tal, dado que para denunciar debe haber una identidad reconocible, o como mínimo conocida por la autoridad, que en su caso la salvaguarda por interés público o por protección del denunciante respecto al denunciado. El difamador, si lo fuere, se emboscaba en un apodo o nick, CBsm23. El francotirador, según el aforismo normativo exceptio veritatis, pudiera tener razón, pero va a tener que probarla, dando la cara con su nombre y apellido. Google deberá facilitar la identificación del supuesto paciente.

La sentencia debe tener un efecto arrastre en otros abusos de los francotiradores de andar por casa, o sea, en las redes sociales que son como la almadraba para los atunes: entramos en ellas, lo damos todo, y quedamos atrapados. A veces vituperados, ofendidos, amenazados. Por una persona que no conocemos, quien sabe si nuestro vecino envidioso, o nuestro competidor en turismo rural, que desde distintos ordenadores e IP (el DNI del dispositivo) declara ante la clientela y el mundo por Booking o Tripadvisor que es peligroso alojarse en nuestro establecimiento, porque somos sucios, careros, mentirosos o desagradables. Hágalo, pero hágalo en su nombre y con su IP, requerible sin mayor complicación para la Justicia. Si no, el poder se traslada del Estado a Google y demás. Y al difamador enmascarado. Es patético resistirse al cambio tecnológico, pero es a su vez imprescindible que lo colectivo, por ejemplo la Justicia, prime sobre el interés mercantil y el natural ánimo de lucro de las sociedades. Salvo que queramos convertirnos en patéticos siervos y fieles de unos nuevos dioses, y además hacerlo con el convencimiento de la bondad del Gran Hermano, o mejor, Padre. Esclavos neomedievales que sentimos temor pero también devoción por el Todopoderoso. Aplaudimos, por esto y por mucho más, la decisión del tribunal de Melbourne. Libre empresa, pero libre justicia. Fuera difamadores emboscados cual Esquilaches y encapuchados.

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