Egolatría

La nuestra es una época de mala fe, pues no ha dejado de 'creer' pero carece de convicciones genuinas

La nuestra, concluía Nicola Chiaromonte en La paradoja de la historia, es una época de mala fe, pues no ha dejado de creer pero carece de convicciones genuinas. Las verdades inútiles, que aportan significado al mundo, han sido reemplazadas por mentiras útiles, del mismo modo que los bienes únicos -como sostuviera el antimoderno William Morris- han sido sustituidos por innobles sucedáneos. Sus brillantes "lecturas sobre el progreso", donde el filósofo italiano analizaba el recorrido de la idea en obras de Stendhal, Tolstói, Martin du Gard, Malraux y Pasternak, fueron publicadas en 1970, hace ahora casi medio siglo, pero el tiempo desde el que hablaba es en esencia el mismo que seguimos habitando con la diferencia -no menor para quienes vivieron sometidos a las dictaduras del Este- de que no existe ya el bloque soviético. Pensador comprometido e intelectual en el más alto sentido de la palabra, Chiaromonte se exilió de la Italia fascista y combatió en nuestra Guerra Civil, integrado en la cuadrilla de Malraux que lo retrataría, con el nombre de Scali, en su célebre novela La esperanza. Enfrentado ya en España a los comunistas, que como de costumbre lo acusaron de estar a sueldo de la CIA, defendió un socialismo libertario, cercano a las posiciones de su amigo Camus al que le unía la defensa de la libertad individual -ya se sabe, burguesa, una menudencia cuando se trata de crear el paraíso para la clase proletaria, a la que sus presuntos defensores suponen poco interesada por estas formalidades- frente a los siniestros esbirros de la URSS. Largamente concebido, el ensayo citado pasa por ser su obra maestra y en ella nos dejó Chiaromonte una reivindicación del poder iluminador de la ficción literaria, pero también o sobre todo una formidable lección de esa disciplina, la filosofía de la historia, que va más allá de la descripción superficial de los procesos para sumergirse en las corrientes de fondo. La Gran Guerra -y también la revolución bolchevique que representó, ya para Rosa Luxemburgo, la derrota efectiva del socialismo- marcó la quiebra del mito del progreso y desde entonces, pese al renacimiento de la democracia después de la Segunda Guerra Mundial, prevalecen las "creencias adulteradas". Los avances materiales y la "letal busca automática de la novedad" no pueden suplir el vacío espiritual que convierte a los hombres modernos en esclavos, carentes de la piedad cósmica que Bertrand Russell o el mismo Einstein formularon en términos casi religiosos. Somos "fragmentos de una totalidad eternamente impenetrable" pero caminamos a ciegas y nuestra enfermedad, que no ha hecho más que agravarse, es la egolatría.

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