Alto y claro

josé Antonio / carrizosa

Enredados

SI nos empeñamos en seguir convirtiendo en acontecimiento nacional a cada idiota corto de luces que vuelca su odio, su estulticia y su locura en las redes sociales no vamos a ganar para disgustos y pronto se nos van a agotar los adjetivos. El problema no son Twitter o Facebook, que han llegado para quedarse y son instrumentos potentes con una enorme potencialidad para la comunicación humana, con todo lo que ello tiene de bueno y también de malo. El problema es elevar a la categoría de hecho relevante cualquier barbaridad por el hecho de que haya sido difundida por un tarado desde su teléfono móvil. Hasta hace no mucho se decían las mismas salvajadas, pero sólo las tenían que aguantar el resignado camarero detrás de la barra del bar o el indignado pero callado pasajero atrapado en el asiento de atrás por un taxista azuzado por alguna radio poco piadosa. Ahora no. Ahora nos enteramos todos. Un par de imbéciles -es difícil encontrar otra palabra para definirlos- le desean la muerte a un pobre chaval enfermo de cáncer que quiere ser torero y somos capaces dedicarle espacios en webs y periódicos y minutos de telediario. Nunca los imbéciles se habrán visto más recompensados. Serlo sale rentable en España. Un fulano dice la mayor burrada que se le ocurre y tiene los quince minutos de fama mediática que Warhol predijo para cualquier mindundi. No seamos desconfiados, que algún motivo habría para serlo, y demos por sentado que los que proclaman sus miserables deseos criminales sobre el pequeño Adrián son de verdad antitaurinos furibundos dispuestos a todo por proteger a "herbívoros inocentes". Si yo fuera defensor de la fiesta los ficharía porque le han hecho a los taurófilos un destacado servicio. ¿Quién se va a adherir a la causa de unos que tienen entre sus filas a semejantes desechos de tienta?

Pero como llueve sobre mojado, y en el caso de los toros más -lo de Víctor Barrio también quedó para los anales-, es urgente que hagamos un esfuerzo colectivo para reducir las cosas a la dimensión que de verdad tienen. Lógicamente los familiares del niño tienen perfecto derecho a buscar a los tontolabas que han dicho esas cosas de su hijo y hacer que la Justicia se encargue de ellos. Pero o somos capaces de comprender que no es lo mismo lo que diga en Twitter The New York Times o el Palacio de La Moncloa que el exabrupto que exprese cualquier descerebrado amparado en el anonimato o no nos vamos a enterar de qué son y para qué sirven las redes sociales. Simplemente, estaremos atrapados por ellas.

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