Enseñanza y poder político

Se ha casi erradicado el analfabetismo absoluto, pero se han llenado las aulas de analfabetos funcionales

Hace ya algunos años, un amigo sevillano y catedrático en la Universidad de León me advirtió del nivel que progresivamente iba alcanzando la enseñanza en aquella comunidad autónoma. El contraste con lo que sucedía en Andalucía le alarmaba. Ya sabemos el resultado de esa diferencia: mientras Castilla y León encabeza el ranking nacional y -¡atención!- sitúa sus resultados entre los ocho mejores del mundo según el informe PISA, Andalucía se despeña al último lugar y agranda su brecha educativa con el resto de España y con los países mejor situados. Los efectos a largo plazo sobre la formación técnica y humana de los andaluces, y sobre el tejido productivo de la región, de este continuado fracaso sólo pueden calificarse como desastrosos. Pero, ¿cree alguien que la Junta tiene el menor propósito de corregir sus errores?; ¿ que sus mandamases intentarán aprender algo de la experiencia castellana? Es increíble que esta sociedad asuma con total resignación lo que ese empecinamiento implica.

Si recordamos cuáles han sido las grandes preocupaciones de la Junta de Andalucía en relación con la enseñanza a lo largo del inacabable mandato socialista, encontramos las claves del desastre. Más allá del exitoso empeño en la generalización de los estudios primarios -un proceso que se encontraba ya en pleno desarrollo cuando el PSOE se hizo con el poder y que no marca ninguna diferencia con cualquier otra comunidad-, todo ha girado en torno a la consecución del control total del sistema educativo por parte del poder y sus auxiliares, desde sindicatos a asociaciones de padres afines, para la imposición de visiones ideológicas y métodos pedagógicos que han arruinado a la escuela andaluza. Se ha casi erradicado el analfabetismo absoluto, pero se han llenado las aulas, incluso las universitarias, de analfabetos funcionales, incapaces de entender un texto de mínima dificultad. Eso, sumado al rebajamiento de la profesión docente, algo de lo que han sido principales responsables los propios maestros y profesores, incapaces a menudo de deslindar su papel en clase de sus actitudes y estilos de vida privados, nos obliga al pesimismo sobre el futuro. Lo que estamos pagando, y seguiremos pagando, es el precio de la degradación de la enseñanza al servicio de las ideologías dominantes y del poder político en medio de la completa indiferencia social.

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