érase una vez un rey que quiso organizar un grandioso evento con motivo de su 50 cumpleaños. Tan orgulloso estaba de cuanto había conseguido, que no admitiría nada de la grandilocuencia que merecía un acto así. Una noche de duermevela dio con la idea: una pelea entre su dulce hija de 17 años y el temible Dragón Desterrado.

En cuanto el sol salió, ordenó llamar a la bruja más poderosa dentro de sus murallas y le encargó una misión: localizar al dragón, encantarlo para convertirlo en una criatura mansa y adiestrar a su hija con la espada mágica del fondo del lago, de la cual se decía que podía matar a cualquier enemigo con solo blandirla hacia él. Con el combate amañado sin que nadie lo supiera, pensó que el hecho de que todo el reino viera a su única hija matar a la bestia más feroz de un golpe supondría un espaldarazo a la confianza en su linaje.

Llegó el gran día. Y tras un abundante banquete para todos los habitantes, se preparó la lona de combate. Cayó un telón gigante color uva que despertó la sorpresa de todos cuando vieron a la dulce princesa, bellísima y sutilmente vestida para la ocasión, portando la espada del lago frente al animal más temible del reino en posición de lucha. El rey, tranquilo, sonreía de medio lado esperando el gran momento de la estocada. Cuando comenzó la pelea, el dragón rugió hacia el cielo y escupió una gran llamarada que derritió la hoja. Desplegó sus alas y se posó sobre el cuerpo yaciente de la pequeña, indefensa y llorosa. Todos se asustaron por verla a ella tan vulnerable y al animal tan fiero y majestuoso; al rey le dio un vuelco al corazón. Pero antes del temido final, la bruja apareció de la nada y agitó sus manos para crear un halo azul que rodeó a princesa y dragón por igual. Hubo un estruendo.

Tras dispersarse el humo, la princesa, con el pelo recogido y firme armadura, era la que estaba encima del dragón con la espada en mano apuntando sobre el cuello del animal, indefenso y asustado. Antes de que alguien pudiera romper su mueca de sorpresa preguntando qué había ocurrido, la hechicera habló: "Un dragón anhela dejar de sentirse repudiado y enemigo porque su envoltorio dé miedo o no sea el más bello; quiere que lo admiren por cómo es en su interior. Y una princesa no pretende que la honren por su belleza o sus ropajes, sino por su coraje, determinación y libertad; porque puede afrontar los mismos desafíos que un hombre".

Pero esto es solo un cuento de cómo una maga intercambió dos cuerpos para aleccionar a todos. En la vida real hace más falta que los reyes oigan y hagan caso a lo que tienen que decir las reinas. Que a las brujas se les llame sabias. Y que los príncipes entiendan que las dragonas no se matan, que hay que respetar su deseo de volar en libertad. Así que menos "Érase" y más erase prejuicios de tiempos medievales.

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