Desde el fénix

José Ramón Del Río

Ermitaños

ERMITAÑO suena a reliquia del pasado, sin presencia en nuestro tiempo. Personas solitarias que rehúyen la compañía de otros hombres, de luengas barbas que se mezclan con sus melenas, vestidos con harapos, dedicados a la oración y viviendo en el desierto, es el recuerdo que tenemos los mayores de esta figura y me pregunto si jóvenes y niños de hoy habrán oído hablar de ermitaños, salvo en Córdoba, que conserva las 13 ermitas de Nuestra Señora de Belén. Eremita viene del griego y significa desierto y allí vivió -dicen que 90 años- el primero del que se tiene noticia: Pablo el egipcio. Fueron también anacoretas dos santos de gran devoción: San Antonio Abad y San Jerónimo. Habitualmente eran monjes que cuidaban una ermita, dedicada a algún santo, pero algunos vivían en la planta alta de la ermita, con la puerta tapiada y con sólo un ventanuco a través del cual y mediante una polea le proporcionaban los fieles comida y bebida.

Pensará usted, como yo pensaba, que este personaje de otros tiempos habría desaparecido. Incluso la Iglesia debió de pensarlo así, porque en el Código de Derecho Canónico de 1917 no se contemplaba esta figura. Sin embargo, desde fines del siglo pasado han aparecido nuevos ermitaños que buscan la soledad y huyen de cualquier tipo de publicidad. Son los llamados ermitaños urbanos, porque viven en la ciudad, unos con dedicación permanente y otros ermitaños intermitentes, que ponen a prueba su vocación los fines de semana, sin abandonar su vida laboral. Se ha dicho que la gran ciudad es un buen lugar para buscar la verdadera soledad. Ante la evidencia de un gran número de vocaciones eremitas, el nuevo Código de Derecho Canónico regula esta figura de vida consagrada y en el canon 603 se establece que la Iglesia reconoce la vida eremita o anacoreta y que un ermitaño es reconocido como tal cuando profesa públicamente los tres consejos evangélicos, de castidad, pobreza y obediencia, mediante voto ante el obispo diocesano y sigue su forma propia de vida bajo la dirección de aquél.

Pues bien, recibo la invitación de un compañero del colegio para asistir a su consagración como ermitaño. No debo dar más datos, porque sé que no quieren ser noticia. Que una persona a la que conoces y de la que fuiste amigo hace muchos años te convide para que seas testigo de las promesas que, mediante voto, va a efectuar en esta nuestra escandalosa sociedad, es un convite que no se puede rechazar. Un eremita dejó escrito en la pared de su vivienda: "el que va al desierto no es un desertor". Tampoco lo es mi amigo al comprometerse con el silencio, la penitencia y la oración.

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