ES curioso que la España democrática, europeísta y desarrollada haya tardado tanto tiempo en presentar sus credenciales en el mundo del fútbol. Mientras que en otros deportes (tenis, automovilismo, baloncesto, el singular ciclismo...) la eclosión se ha venido produciéndose con normalidad, en el fútbol ha tardado una eternidad y ha estallado de golpe, y precisamente en una coyuntura de crisis.

La historia moderna de la selección española ha sido la historia de una gran frustración. El último éxito que se le recuerda -quienes podemos recordarlo- fue la final de la Eurocopa de 1984, que perdimos en París y frente a Francia, con el vasco Arconada, el de las medias blancas, cantando La Traviata. Hasta este junio de veinticuatro años más tarde en el que España roza la gloria con los dedos gracias a unos jugadores que entonces o no habían nacido o eran tiernos infantes ignorantes de que el destino pasaría por sus botas.

Se lo debemos a ellos. A una generación de futbolistas talentosos y desacomplejados, libres de los miedos del pasado y criados en una nación más familiarizada ya con el despilfarro que con la penuria. Los comentaristas destacan, junto a la calidad, su virtud de haber formado un equipo de compañeros y amigos, sin más divismo que el justo para competir y el inevitable teniendo en cuenta lo que ganan y lo que mueven, donde titulares y suplentes están en tregua permanente y no se detectan banderías ni resentimientos. Es un gran mérito de Luis Aragonés, un seleccionador al que muchos no concedíamos crédito, por hosco, cascarrabias y desagradable. El caso es que ha logrado establecer con los jugadores una relación tan afectiva como la de un abuelo con sus nietos, sabiamente -de Hortaleza o no- entreverada de autoridad y cariño, que ha funcionado de maravilla. Y como de fútbol lo sabe todo, ha pasado lo que está pasando: España se ha metido en la final, y esta vez no es seguro que el juego de once contra once, y un balón de por medio, lo haya de ganar Alemania.

Porque es que España juega muy bien. No por rachas, como Portugal, Holanda o la propia Rusia, sino en todos y cada uno de los partidos que ha disputado. Sobre todo, juega fiel a un estilo, sin los bandazos tácticos de otras ocasiones. El equipo tiene unas señas de identidad. Se le reconoce por ellas. España, mañana, no será republicana -con toda seguridad-, pero ganará o perderá sin renegar de sí misma. Este equipo ya ha hecho historia y la juventud alegre, bien nutrida y desenvuelta que lo integra, con el abuelito al frente, será recordada dentro de otros veinticuatro años mucho más, y mejor, que los cenizos, gafes y mezquinos que auguran y desean su derrota. ¡Como si la derrota estuviera reñida con el orgullo!

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