Espectáculo

Tal vez, en alguna olvidada lista prevalezca, en lugar del aplaudido actor, un político de creencias y convicciones

Sí, hay que darles la razón. Llevaban más de cincuenta años anunciándolo: el mundo político acabaría convertido, un día u otro, en mero espectáculo. Y se ha confirmado del todo: basta mirar, ahora mismo, lo que acontece en Reino Unido, Estados Unidos, España. Puro efectismo teatral, en el que todos se ven obligados a ejercer de actores. Pero algunos libros, cargados de razones, explicaron lo que habría de venir. Lo habían intuido. Así, McLuhan predijo que en lo sucesivo lo importante no serían los contenidos ideológicos de los discursos sino el envoltorio utilizado para difundirlos. Incluso el atractivo para el público no consistiría en las ideas expuestas sino en la apariencia de la persona -el mensajero- que las transmitiera. Theodor Adorno aportó también otra profética advertencia: la cultura política acabará convertida en una industria, que reproducirá en serie cualquier contenido. Pero fue Guy Debord el que adelantó la foto fija de lo que se avecinaba: toda vida social acabaría transformada en espectáculo. Y, por tanto, lo real y lo fingido terminarían confundidos uno con otro.

Así, en estos momentos, el que participa en una actividad política sabe que tiene que subirse a un escenario, gesticular, gritar, simular, disfrazarse. Y, además, alternar con la banalización como compañera inseparable de repertorio. Una misma cartelera teatral que se ha impuesto en todos los programas, tal como los autores citados habían previsto en sus clarividentes libros. Avisaron, surgió un cierto espíritu crítico, pero no ha habido forma de contener la ofensiva de esta nueva civilización del espectáculo: han triunfado. Por tanto, quizás sólo reste resignarse; aunque, cuando menos, algún lamento nostálgico podrá emitirse, entre el bullicio atronador de unas campañas electorales en las que cuesta reconocer las voces de los ecos específicos de cada partido. Porque, incluso cuando en las últimas semanas ciertos dirigentes políticos han abierto sus listas a ciudadanos independientes y a representantes de la sociedad civil, han vuelto a contratar a llamativos actores: gente mediática, de éxito garantizado. En principio, se hubiera podido pensar que se buscaba enriquecer, con otros aires, la credibilidad de ideas y programas. Pero no. Ha sido imposible escapar a la atracción de crear un nuevo espectáculo. De todas formas, no debe tirarse la toalla. Tal vez, en alguna olvidada lista prevalezca, en lugar del aplaudido actor, un político de creencias y convicciones.

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