El acto de presentación formal de Susana Díaz como aspirante a la secretaría general del PSOE ha suscitado numerosos comentarios, algunos cargados de ese ingenio tan propio de nuestra tierra. Me decía, por ejemplo, un amigo podemita -uno los tiene, y buenos- que aquello pareció una versión libre de La Verbena de la Paloma, la célebre zarzuela de Tomás Bretón: del brazo de Felipe, cual Don Hilarión redivivo, entraron en Ifema la casta y la Susana. Hay, incluso, quien, conjugando el mensaje que Díaz subrayó y el dato de su origen, no ha dudado en señalar que por Madrid y prematuramente procesionó la esperanza de Triana.

Más allá de gracietas y maldades que en el fondo no hacen sino traslucir el temor real que Díaz infunde en sus oponentes, desde luego la ocasión fue de las importantes: la presidenta andaluza, rodeada de personajes que encarnan el tuétano de la historia reciente del socialismo español, iniciaba una carrera trascendental para su partido y para el país todo. Está en juego el modelo futuro de una formación imprescindible para el cabal gobierno de España: cuestiones como la firme defensa de la unidad nacional, la definición exacta de la frontera entre una izquierda democrática, pacífica y dialogante y aquella otra populista, iconoclasta y revolucionaria o la lealtad misma hacia la legalidad constitucional vigente, penden del hilo de una elección en la que, más que nombres, pugnan concepciones muy diferentes de la sociedad y de la política.

Ya sé que no me corresponde terciar en la disputa. No siendo yo creyente de ese credo, no me quedaría sino aguardar lo que sus fieles determinen. Pero, en esquina tan crucial, uno no puede aquietarse en la indiferencia. Le guste poco o mucho, Susana no sólo abandera la ilusión de una parte, veremos si mayoritaria, de sus correligionarios. También supone un punto de luz posible para cuantos deseamos que vuelva a imperar el sosiego, el debate exclusivo de las ideas, el fin de las ocurrencias, la construcción de una casa común en la que no haya apestados ni enemigos, el cese de un odio viral que está carcomiendo nuestra estructura colectiva.

Así lo siento y así lo escribo: ojalá que triunfe la cordura, que, truncando viejas tradiciones cainitas, en sus filas prevalezca la voluntad de quienes se resisten a acercarnos de nuevo al precipicio. Para éstos, y para la inmensa legión de los sensatos, la trianera es, hoy por hoy, la mejor de las esperanzas.

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