Enrique Linde

Feria

Sin maldad

11 de agosto 2013 - 01:00

AGOSTO es para Málaga el gran escaparate, es la calle mayor donde la ciudad parece que se juega el ser o no ser de su existencia. Llegan los días de mayor intensidad. Playas atiborradas de bañistas, ocupación hotelera al máximo y el aeropuerto y el AVE vomitando turistas compulsivamente... Es como si todo el año hubiera sido un ensayo preparándose para este mes. Y en este mes tan abigarrado, tan denso, hemos incluido nuestra Feria. Feria de fechas cambiantes y caprichosas, huérfana de patrocinio histórico o religioso que lo mismo se celebró a principios, a mediados o a finales de este mes de toros y moscas.

Esta Feria, como la ciudad, no sabe muy bien qué quiere ser cuando sea mayor y anda balbuceante entre un querer y no poder o entre un poder y no querer. Mitad mediterránea, mitad andaluza, mitad cosmopolita, mitad provinciana nunca llegó a tener un perfil definido y se quedó nadando entre dos aguas, o intentar abrirse a un festejo moderno y atractivo o replegarse en una tradición clásica y manida.

Hubo un tiempo en que sí, en que Málaga estuvo a punto de encontrar un sistema propio de diversión y atracción que patentizó y se exportó a varias ciudades. Fue, y digo fue, la Feria del centro o de día. Una iniciativa ciudadana que echó andar por su cuenta, con unos comerciantes que te ofrecían una copa de vino cuando ibas a comprarte una camisa y una peña, La Prigá a la que se le ocurrió organizar sin encomendarse a nadie una romería a caballo a la Patrona. Eso fue todo. Después vino, de la mano de la espontaneidad, la organización de casetas en rincones y plazas, en pisos e instituciones. Fueron días de vino y rosas, con paseo de caballo, con toldos en las calles y un reencuentro con una visión distinta de la ciudad de todos los días. Fue bello pero pronto murió a manos del éxito. Málaga no podía dejar de explotar hasta el último estertor ese nuevo hallazgo. Y lo hizo, como suele hacerlo, de forma desmesurada, exagerada, sin respetar normas, compostura ni criterios. Y lo único que queda de aquél agradable invento es una absurda polémica entre la Feria de día o de noche, la del centro o la del real.

Perdida la calidad, nos refugiamos en la cantidad y nos pasaremos la semana contando el número de visitantes que acuden cada día, el número de atracciones, el número de casetas, el número de carruajes, para terminar calculando el número de toneladas de basura que el evento produjo. Eso es así. A pesar de todo, feliz Feria.

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