Cuando tú circules por estas líneas, yo estaré cumpliendo 43 años. Si todo va según lo previsto, será mi primer cumpleaños sin pisar suelo español (y eso ya es un gran regalo). Me caerá encima una buena manta de agua. Estaré metido en unas cuevas sintiéndome Gandalf en las minas de Moria. Me abrigaré como en un 3 de diciembre mientras en La Malagueta habrá llenazo de turistas disfrutando del epílogo del verano. Me embriagaré paseando por uno de los anfiteatros mejor conservados de Europa. Y me llegará más de un mensaje con la bromita de la edad, otra vez eso de "¿Qué? Ya vamos para arriba, ¡eh!". Y sí, así será. Seguiré yendo para arriba, por suerte. El vértigo es ir hacia abajo.

No tengo (a mi juicio, absurdo) miedo a decir mi edad. A lo que tengo miedo es al día a que no cumpla años. Y ese miedo a morir es maravilloso si lo sabes canalizar en ganas de vivir. Porque hay quien no lo sabe manejar, y al final acaba teniéndole miedo a la vida. Y se paraliza. Y no se atreve a probar cosas. A abrir sus sentimientos. A dar un volantazo laboral. A enamorarse. A cumplir un viejo sueño. A aceptar sus limitaciones. A potenciar sus virtudes. Los fantasmas se van apoderando de su castillo. Y acaba hipotecándolo a la fobofobia.

Yo tengo muchas ganas de vivir. Pero también tengo los rincones llenos de miedos. Y no veo inconveniente en admitir que en una etapa de mi vida me dominaba la fobofobia. Hasta que aprendes que es como el juego de los topos y el martillo. Que siempre van a estar saliendo del escondrijo y tú no puedes evitarlo. Solo está en tu mano (nunca mejor dicho) golpearles para que vuelvan a su cueva. Y el juego no se acaba. Y si se acaba es porque ya no te quedan ganas de vivir. Los miedos solo acechan cuando nos sentimos plenos o una gran ilusión está girando la esquina. Es otra de las lecturas que necesitamos grabarnos a fuego: el miedo es un detector de felicidad.

Hoy, con 43 años, sigo golpeando con mi martillo. No tengo miedo a envejecer, sino al miedo de que el deterioro del cuerpo encierre mis sueños y mi mente en la jaula de la frustración. A que la gente a la que quiero se muera. Miedo a que un día se me acabe la vocación y me vea trabajando como un autómata, sin ilusión. A que las nuevas tecnologías o los nuevos códigos relacionales me dejen perdido o aislado socialmente. A que mi sentido del humor deje de tener sentido o humor para mi gente. Miedo a que me atrape la ELA o el Alzheimer. A no ser capaz de terminar de escribir una novela. A que un día estas columnas que escribo dejen de gustar. A que un día no me atreva a asomarme a los espejos. A que un médico me diga que me tengo que poner a dieta y dejar de disfrutar de la bendita gastronomía. A darle más escaparate a lo que no consigo que a mis éxitos. A que la vida me obligue a vivir en una ciudad donde no haya mar. A que el reguetón, la presión social o las prisas por querer hacerse mayores con ansias revienten la inocencia de mis sobrinos antes de tiempo. Miedo a parecerme a aquellas personas cuyo comportamiento siempre he demonizado. A mirar atrás un día y darme cuenta de que me quedaron por hacer muchas más cosas de las que pensaba. A vivir en una soledad que no sea elegida. A que las pequeñas grandes cosas, como el atardecer, dar un paseo o despertarme sin reloj me dejen de entusiasmar.

Miedo a que el niño que luzco con orgullo pierda las ganas de jugar. Sobre todo al juego de los topos. Hoy cumplo 43 años y no sé dónde estaré mientras tú llegas a estas líneas. Pero ten por seguro que llevaré encima mi martillo. Y mis ganas de compartir esta fábula. Contigo y con quien no tenga miedo a enseñarme sus topos.

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