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Rafael Padilla

Fracasa la política

YA sé que toda generalización es inexacta e injusta. Pero, al menos, nos aporta una valiosa información sobre cómo perciben los ciudadanos la labor realizada por una casta, la política, encargada de dirigir y administrar los asuntos del país. Según los indicadores del barómetro del CIS publicado en octubre, la "clase política", aparece en cuarto lugar entre las principales preocupaciones de los españoles. Sólo el paro, la situación económica y la inmigración suponen para los encuestados problemas mayores que la degradación de la política. En concreto, aparece mencionada como inquietud en el 13,3% de las respuestas, por encima incluso del terrorismo (12,6%) o de conflictos presuntamente más graves (educación, sanidad, vivienda). Si a esto sumamos otros ítems de la encuesta muy relacionados con aquélla (partidos políticos, corrupción y fraude, gobierno, políticos) la cifra se eleva al 23,5% en total, un dato que nos revela hasta qué punto nuestra sociedad empieza a estar harta de sus teóricos representantes.

Escándalos como el del Gürtel, el del Palau de la Música o el del expolio de Santa Coloma, el pandemonio balear, los navajazos en Caja Madrid, el goteo de tránsfugas o el inacabable saqueo urbanístico municipal no colaboran precisamente en el intento de desmentir una impresión que se extiende y que cuestiona la esencia misma de la democracia.

Fallan las personas, fallan los controles y, al cabo, falla el sentido de una tarea que hemos entregado -por supuesto hay excepciones, aunque, por su número, casi irrelevantes- a una tropa de pícaros e iletrados, demasiadas veces sin otro oficio que el de escalar, al precio que haga falta, las cimas de un poder entendido como fin y no como instrumento, sin otro horizonte que el de ser desesperadamente mantenido. La trágica "profesionalización" de la política está encumbrando tal grado de mediocridad que no asombra el desencanto creciente de la mayoría, huérfana de auténticos líderes, de inteligencias comprometidas con la única causa del bien común. Añadan, además, el peculiar concepto que estos "sacrificados" tienen de la actividad política -la seriedad con la que se toman sus promesas, el respeto que manifiestan por el adversario, su desconcertante "frugalidad", la broca tabernaria en la que para ellos consiste su trabajo- y comprenderán lo milagroso de su todavía apreciable credibilidad.

Urge, porque el pasotismo suele ser la antesala de alternativas tan demagógicas como indeseables, que el sistema partidista reconozca sus errores, que de una puñetera vez recupere su capacidad para encauzar e impulsar nuestras aspiraciones y aliente, al tiempo, méritos hoy tan estrafalarios como la honradez, la tolerancia, la sobriedad, el espíritu de servicio o el talento. Eso que en verdad lo justifica y que, ignorado, le convierte en la forma más repugnante, mendaz, estéril y perversa de despotismo.

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