La tribuna

Emilio A. Díaz Berenguer

Francisco, el Papa que pisa los charcos

CUANDO fue elegido Papa el cardenal Bergoglio, de ascendencia italiana, pero argentino en toda la dimensión del término, tuve un sentimiento ambivalente. Por una parte me dio la impresión de que, en todo caso, había perdido la Curia, y eso era positivo. Sin embargo, la edad del electo y las primeras informaciones que corrieron por las redes sociales me pusieron en guardia y me hicieron recelar sobre la figura del nuevo Papa y, especialmente, de su potencial para cambiar las cosas en la Iglesia católica y convertirse en el líder espiritual que el mundo necesita a gritos para denunciar las injusticias a las que se ven sometidos los más débiles.

Pues bien, paradójicamente, en cuestión de pocas semanas mi apreciación sobre Bergoglio cambió radicalmente, explicando algunas de sus posiciones anteriores por la disciplina debida a su antecesor, situado en las antípodas por sus comportamientos elitistas. Además, el papa Francisco ha demostrado una lucidez sin precedentes por esos lares, esquivando el síndrome del Vaticano, al optar por vivir en la Residencia de Santa Marta, lo que le permite seguir manteniendo un contacto permanente y directo con la realidad, algo imposible si se hubiera trasladado a los apartamentos papales de San Pedro. Fue el primer aviso a los curiales; él mandaba, él decidía, y la Curia debería estar a su servicio, y no al revés, como hasta ahora.

Esto, por sí solo, es una verdadera revolución interna, pero poco o nada le importaría a los que no forman parte de su club si no viniera acompañado por decisiones más mundanas tales la reforma del IOR, su movida contra una posible intervención occidental en Siria, su calificación de inhumana a la crisis económica actual, su proximidad a los inmigrantes ilegales, su nítida política de colaboración con la Justicia civil en materia de pederastia y delitos económicos del clero, la expectativa creada para la igualdad de la posición de la mujer en la jerarquía eclesiástica, la más que probable desaparición gradual del celibato de los sacerdotes, su comprensión y respeto sobre las distintas opciones afectivas y sexuales y de las personas divorciadas, etc.

En tan sólo poco más de medio año, este Papa ha puesto boca arriba el Vaticano, lo que ha provocado el efecto inmediato de poner en guardia a una parte importante de la jerarquía eclesiástica, que ve en peligro su más que miserable poder mundano. El Papa juega con la ventaja de que una buena parte de sus "enemigos" son jubilables, pero cuenta con el inconveniente de que él también es mayor y que sus días de plenitud física y mental están contados.

Ésta es la clave que explica su explosión controlada del establishment vaticano en tan breve plazo de tiempo transcurrido desde su elección, lo que pone de manifiesto su firme voluntad de no pasar por Roma de puntillas y, para ello, no privarse de pisar todos los charcos que sea necesario. Seguro que Bergoglio lleva en esa cartera modelo ejecutivo de los 70 que siempre traslada él mismo una agenda plurianual que debe contener su programa indicativo de trabajo como Papa para los próximos años.

Francisco ya se ha manifestado sobre la idoneidad del laicismo de los estados. A partir de ahí, este Papa no sólo merece mi respeto, ya que él me lo demuestra a mí, sino también mi simpatía por su valentía y arrojo para emprender un golpe de timón en la Iglesia católica acercándola a los principios en los que la misma dice basarse.

Que nadie espere que Bergoglio vaya a parar, más bien todo lo contrario. Una vez que haya regenerado la superestrutura vaticana acelerará la velocidad de los cambios para alcanzar y consolidar sus objetivos en el próximo lustro, si las enfermedades propias de la edad lo respetan y si también lo hacen aquellos que desde su fuero interno desearían que desapareciera cuanto antes. La encuesta enviada a todos los miembros de la iglesia católica en el mundo para que opinen sobre el divorcio, el matrimonio gay y la natalidad es una prueba de ello, yendo incluso en contra de la opinión manifestada en el Observatore Romano por el "ministro vaticano", arzobispo Muller, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, o sea, el actual gran inquisidor.

Francisco dedica un tiempo diario a consultar personalmente las informaciones que le llegan, tanto las generales, como las de particulares. Esta vía de acceso a un Papa que ha estado cerrada a cal y canto hasta ahora representa una oportunidad para los ciudadanos de hacerle llegar no sólo las quejas sobre el comportamiento de algunos miembros de la jerarquía eclesiástica en su entorno, sino también propuestas sobre las relaciones de sus países con el Estado vaticano. Es una ocasión que deberíamos aprovechar, abatiendo las barreras interesadas, empleando las nuevas tecnologías de la comunicación y las redes sociales que, más pronto que tarde, van a dejar a algunos políticos profesionales en paro.

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