No llama tanto mi atención la noticia del descenso del Málaga (dado, seguramente, que el crack definitivo se venía rumiando desde hacía varias semanas) como los sucesos ocurridos en el último partido de los equipos juveniles del Bonela Yunquera y el Torcal La Paz. Precisamente, la salida de Primera División del equipo de la ciudad nos recuerda que el fútbol es (puede ser, debe ser) también una escuela de tolerancia respecto al éxito y el fracaso; y que además lo es (puede ser, debe ser) en un contexto social, de afición, de cuota transversal, por lo que su función de cohesión moral, si se quiere, no es precisamente baladí. Una derrota tan amarga como la del Málaga recuerda que siempre cabe hacer de cada golpe presente una oportunidad para la gloria futura, y que de hecho la vida (así, en peso) consiste justo en esto y no en otra cosa. Al mismo tiempo, episodios como los del partido referido demuestran en qué medida sirve el fútbol de cauce para la revelación de la dimensión más mezquina, elemental, violenta, totalitaria y menos hominizada de esta misma sociedad. Que un partido termine con los chavales a puñetazo limpio y con algunos padres arrojando objetos al campo mientras otros intentan mediar para que el asunto no se salga de madre (que se salió) sí que entraña un fracaso profundo en órdenes muy diversos. Porque cuando no hay vigilancia, ni seguridad, ni cámaras, ni retransmisiones que camuflen los insultos proferidos ni las proclamas racistas ni un poder económico y político detrás interesado en que no caigan más sanciones de las estrictamente necesarias, el fútbol aflora como catarsis cristalina de una generación que no sabe ganar, que no sabe perder, que asume el éxito del contrario como agresión personal, que se siente humillada cuando no salen sus planes y que cosifica al otro como insecto a batir cuando la venganza y la revancha pican lo justo. Todo lo que no sea ganar siempre entraña el argumento perfecto para liarse a golpes.

Ya no sorprende que el fútbol profesional se lave las manos al respecto, ni que los modelos presentados a los jóvenes aspirantes ya no sólo sean brutos frívolos podridos de dinero con la neurona justa para no hacerse nada encima, sino directamente importados del hampa y la actividad criminal. La espectacularización descomunal del fútbol ha arrebatado al juego aquellos otros valores de respeto al adversario que a priori alentaba el deporte, pero lo peor es el modo en que, especialmente en las divisiones inferiores, su práctica delata que esa misma agonía por pasar por encima del otro a cualquier precio está presente en las escuelas, en la cola del supermercado, en las plazas, en los negocios, así en la esfera pública como en el ámbito privado. Recordaba Sánchez Ferlosio el modo en que el fútbol sostiene los argumentos bélicos (por algo la mayoría de sus himnos son himnos marciales) en una sociedad dispuesta a aniquilar al enemigo. Hasta la próxima tangana.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios