Cuchillo sin filo

francisco Correal

Globalización

CUANDO el futuro estaba en su sitio, esa hermosa metáfora de Luis García Montero con la que Juan Marsé abre El embrujo de Shanghái, olvidábamos que el pasado había dejado de estar en el suyo. El porvenir ya vino y ha desbaratado todas las previsiones. A priori, algunas de las cosas que han ocurrido se veían como indicadores de bienestar, de un mundo mejor, esa ñoñería de cantautores tridentinos.

Todos pensábamos en el automatismo benefactor de acontecimientos como la caída del muro de Berlín, la globalización o la apuesta por la democracia en sociedades ancestrales. Son los tres lados de una misma historia. La caída del muro aunque levantó otros mucho peores, el cine de misterio nos enseña que lo que no se ve provoca mucho más miedo e incertidumbre, puso el maná al alcance de todo el mundo.

Las cosas no han ocurrido como esperábamos. Lo mejor es enemigo de lo bueno, dice un aserto castizo. Antes de que cayera el muro de Berlín, esa empalizada ideológica en la que sitúa Alfred Döblin su conmovedora novela, existía una realpolitik odiosa y endiablada en virtud de la cual los actores internacionales pactaban una tensión mitigada con efectos disuasorios. La guerra fría en la que convivían Karla y Smiley, los antagonistas de las novelas de John le Carré.

Esta desmoralización colectiva por la evaporación de un sueño es una nueva constatación de que las utopías empiezan en ilusión y terminan en trágica patraña. La globalización es la sacralización de la inmediatez, la simbiosis de la velocidad con el tocino. Uno, criado en la nostalgia del futuro, valora las conquistas que se llevan su tiempo, las cosas que realmente valen la pena: una catedral, una buena novela, un amor para siempre, un ferrocarril, un amigo, un avión, un barco, hasta una fabada para saber bien tiene que pasar por unos protocolos de la parsimonia y el trabajo bien hecho.

Todo eso se ha perdido. Ahora admiramos la rapidez con la que nos llegan las cosas, el síndrome de Bob Beamon aplicado a los maratones, el estilo Fosbury de andar por casa. Mal asunto que se privilegie a los creadores que hacen las cosas al instante. Eso ya lo hacen de maravilla los agentes de la destrucción y su pérfidos edecanes. El mal trabaja con cautela y sin descanso, pero cuando cristaliza le sobra tiempo para mostrar sus estragos.

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