VIVÍ en Carranque los años de mi infancia. Éstos no tienen por qué ser los mejores. Pero fueron buenos. Estudié la EGB en el Colegio Público Virgen del Rocío. Y la Plaza de Pío XII fue la de mis juegos. A menudo recuerdo aquella etapa como un sueño, como una invención de la que fui testigo. Soy consciente de que en mi memoria doy pábilo tanto a la realidad como a la imaginación. Pero admitir que uno fue feliz cuando niño es tal vez la mejor garantía para salir adelante. Ahora, una vez más, los vecinos han alzado la voz para denunciar que sus casas están llenas de grietas. Que el barrio se hunde. Y es curioso, porque recuerdo haber entrado en las casas de algunos compañeros del colegio, hace tal vez veinticinco años, y haber visto paredes rajadas en salones y cocinas. La balsa de arcilla que ocupa el subsuelo se convierte en seísmo cuando está seca. Los bloques se mueven. Se desprenden cascotes. Pero esto no es nuevo. Cada vez que he vuelto al barrio después apenas he encontrado más que historias de supervivencia: los inmigrantes acogidos en la iglesia de San José Obrero por el padre Ángel, ancianos agarrados a una pensión misérrima que sobreviven gracias a la solidaridad de los vecinos, historias en las que el paro y el cero mensual se visten con nombres y apellidos. Parece que no hay remedio. La Junta de Andalucía, responsable de las viviendas, afirma que solucionar el problema implicaría un gasto enorme que no puede asumir ahora. Y ya está. Toca, entonces, contemplar cómo Carranque cae por su propio peso, como antes lo hicieron otros barrios de Málaga. Con él se esfumarán de una vez mis recuerdos, verídicos e inventados, los que evoco de vez en cuando para justificar el presente. La conciencia, entonces, al fin, me acusará menos. La mentira no será tanta. Un día caminaré por allí y no habrá nada que se parezca a Carranque. Málaga será aún más moderna, más inteligente, más capaz. Acaso, ¿no consiste el progreso en tapar la ruina?

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