Pues al final la fiesta quedó pasada por agua, pero de entre lo poco que pude ver en la calle la última noche de Halloween lo que más me gustó fue una pandillita (de jóvenes y jóvenas) uniformada a lo Cuento de la Criada a la altura del Teatro Cervantes con un efecto verdaderamente logrado. La multiplicación formal y tecnológica del ocio audiovisual pone ya a disposición del personal miles de opciones para pasarlo mal; y en lo narrativo, la evolución del género de terror resulta cuanto menos curiosa, desde los monstruos clásicos de antaño, pasando por el gore asadurítico y festivalero, hasta el pavor que producen las dictaduras y regímenes autoritarios cercenadores de libertad. De hecho, en la programación del próximo Festival de Cine Fantástico de Málaga hay algunas perlas en este sentido. E incluso cunden algunas modalidades de ese pasatiempo posmoderno llamado Escape Room en las que al participante se le permite la ilusión de creerse activista secuestrado por yihadistas con la amenaza de acabar degollado mientras dura el juego. Lo más in, entonces, es explotar cuanto de potencialmente horroroso hay en la actividad política del presente y tirar del hilo, a ver qué sale. Y no crean, tiene sentido. Ni siquiera hay que llegar a extremos terroristas en Oriente Medio: nuestra refriega cotidiana, con sus plenos, sus promesas y sus desmanes, da a veces para algo más que el aburrimiento. Por ejemplo, si hasta hace poco correspondía preguntar al alcalde, Francisco de la Torre, o al consejero de Cultura, Miguel Ángel Vázquez, por sus planes para el Auditorio, ahora es preferible no hacerlo en absoluto. Porque si se les pregunta, responden. Y eso está empezando a dar miedo. Un miedo existencial, de vértigo, de podredumbre y náusea ante el poder de atracción de la nada, en plan sartreano. La actual carrera por ver quién se lo toma más en serio y, la repanocha, por ver quién es más fiel a la ley electoral para no hablar del tema, inspira, cuanto menos, la huida inmediata.

Al proyecto del Auditorio le ha pasado lo peor que le podía pasar: que se diera pábulo a cierta impresión de recuperación cuando no ha habido recuperación de nada. Más aún, nunca ha estado esta historia tan estancada en la última década. Las movilizaciones ciudadanas pueden pedir lo que quieran, que para eso están; lo que no se debe hacer, nunca, es utilizarlas para convertir sus reivindicaciones en objetos arrojadizos cuando no hay una previsión seria respecto a qué hacer con el pescado. A las instituciones les convendría a partir de ahora que, si de ponerse a trabajar se trata, se pongan; pero si no, como advertía Wittgenstein, de lo que no se puede hablar, mejor callar la boca. Porque con tanto y tú más, el Auditorio empieza a parecerse cada vez más al río. Imaginen una película en la que dentro de treinta años salgan el alcalde o el consejero a quejarse de la falta de compromiso del contrario mientras el Muelle de San Andrés se llena de ratas. El horror.

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