Leo que Hollywood prepara una nueva adaptación de El señor de las moscas, la novela de William Golding, protagonizada por niñas en lugar de niños, y lo considero una jugada maestra: habrá que ver como le sienta al diablo (la expresión Belcebú viene a significar justamente Señor de las moscas) el cambio de sexo, lo que, por otra parte, encierra jugosas posibilidades teológicas (el papa Juan Pablo I dijo aquello de que Dios es Padre, pero también Madre, y ya ven lo que duró. Imagino que si le hubiera puesto a Satanás un par de tetas, con perdón, la censura lo habría dejado pasar, tal y como sucedió con Eva y la serpiente). Un escritor me cuenta que tiene problemas con su nueva novela porque su editorial intenta convencerle de que su protagonista masculino pase a ser femenino, pero él se resiste. El paradigma queer amenaza con asaltar los cielos, pero, mientras tanto, la vieja civilización occidental, hastiada, escindida, con sobrepeso y muerta de miedo, se va acostumbrando a ver mujeres donde no las veía antes. Resulta que la encargada de presentar los últimos fichajes del Málaga ha sido una mujer, lo que ha introducido una singular novedad en semejante mise en scène: en un momento reservado tradicionalmente a machotes, ahí estaba ella, sin arredrarse, demostrando quién manda, trayendo de la mano a los nuevos ídolos de la afición, sosteniendo la sagrada camiseta junto a los maromos de enorme estatura recién contratados. Si en otros equipos tales espectáculos tienen como maestros de ceremonias a sus viejas glorias, ya calvos y con algún diente de oro, aquí tienen a esta chica, ganándose el respeto de todos por derecho. Dicen quienes trabajan con ella que demuestra una responsabilidad bien sólida, que sabe medir cada paso, que no le faltan ni ambición ni sensatez. Pero nuestra mujer ya ha demostrado estos valores: como presidenta del Málaga Femenino ha aportado dignidad, ilusión y horizontes bien señalados al equipo. Sus méritos la han hecho merecedora de saltar a la arena mediática, la de los pimpollos varoniles, y parece que estos leones se le dan muy bien. Ella se llama Hamyan Al-Thani. Es la hija del jeque. Y comparece en cada ocasión ataviada, tachán, con su velo islámico, presta ante las cámaras con el hiyab. ¿Qué diría el paradigma queer de esto?

Porque, claro, podemos tomar el atajo y decir que como hija del jeque lo tiene chupado. Pero que el dueño del club la haya puesto ahí no significa que los toros no tengan cuernos, ni que cuando las cosas vayan mal, si van, a nadie se le ocurra pedirle explicaciones. Algún idiota ha salido ya en las redes sociales mofándose de ella y, por mucho que estas cosas vayan en el cargo, hay que saber asimilarlas y gestionarlas: no basta con tener un apellido. La cuestión es que causa cierto regocijo ver a Hamyan resuelta en un mundo de hombres, tomando las riendas, indicando a los jugadores dónde tienen que ponerse, con logotipos de patrocinadores que han pagado una millonada por salir junto a ella. Su puesto, qué duda cabe, generará la envidia de no pocos tipejos. ¿Corresponde, entonces, considerar a Hamyan una mujer oprimida por vestir el velo islámico? ¿Nos quedamos contentos con la versión de trazo grueso que identifica el Islam con el sometimiento absoluto de la mujer? ¿O lo aplicamos sólo a las musulmanas sin recursos? Vivan Hamyan y la Virgen del Carmen.

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