la tribuna

Ana Laura Cabezuelo Arenas

Hijos ni-ni: parasitismo

DÍAS atrás la prensa divulgaba un nuevo caso de un joven de 25 años que, no habiendo superado más que tres asignaturas de la carrera de Derecho, pretendía seguir siendo alimentado por sus padres y obtener una asignación de 400 euros al mes. El juez ha limitado la obligación que pesa sobre los progenitores a satisfacer la cantidad de 200 euros durante dos años, transcurridos los cuales cesará el deber paterno de mantener al descendiente.

Los medios de comunicación han bautizado este nuevo fenómeno como la generación ni-ni: jóvenes que ni estudian, ni trabajan. Cuando realmente estamos ante un fenómeno sociológico -como ya preconizara la sentencia de la Audiencia de Córdoba de 11 julio 2000- del que ha entendido el propio Tribunal Supremo y que ha sido denominado, sencillamente, "parasitismo" por el Alto Tribunal, en su paradigmática sentencia de 1 marzo 2001. Ante la reclamación de alimentos presentada por dos ¡licenciadas! en Derecho y Farmacia, respectivamente, que ya cumplieron los 30 años, objetó entonces que "dos personas, graduadas universitariamente, con plena capacidad física y mental y que superan los 30 años de edad, no se encuentran, hoy por hoy, y dentro de una sociedad moderna y de oportunidades, en una situación que se pueda definir de necesidad, que les pueda hacer acreedores a una prestación alimentaria; lo contrario sería favorecer una situación pasiva de lucha por la vida, que podría suponer un "parasitismo social".

Hasta los 25 años limitó la Audiencia Provincial de Madrid (sentencia del 20 junio 1995) la pensión de un hijo caracterizado por "masivas calificaciones de insuficiente que revelan su escasa, en benévolo calificativo, dedicación al estudio". Se pretende, al acotar los alimentos, que no se abandonen los hijos en una "postura muelle" -asegura la SAP Madrid 14 octubre 1999- al tener amparadas sus necesidades básicas. Sin esforzarse en lograr por sí mismos cuanto precisan para vivir, en cumplimiento de un deber que le viene impuesto, además, por la propia Constitución (art. 35 CE). Ni demostrar "especial empeño en culminar su formación académica o profesional, como elemento básico de su futuro devenir laboral".

La falta de aplicación en la conclusión de los estudios se asimila a la desidia en el desempeño de las ocupaciones laborales. La misión del estudiante, su trabajo, es aplicarse en la superación de las pruebas y emplear en ello un tiempo razonable, que puede variar en función de la complejidad intrínseca de las materias y otras circunstancias que se ponderen (enfermedades, influencia de una crisis familiar en la llevanza de los estudios…). Pero donde no es creíble que el proceso nunca parezca tener fin. Cuando un joven no se hizo digno acreedor de las oportunidades que le fueron dispensadas por sus progenitores, se condena a sí mismo a desempeñar en lo sucesivo tareas para las que no se requiere especialización alguna y en la que es más fácil hallar empleo o colocación. Sin hacer pesar sobre sus padres un sacrificio al que no se le extrae fruto. Audiencia de Cádiz, 6 noviembre 2007: "Si por no mostrarse lo suficientemente aplicado no termina su formación en un plazo razonable, deberá incorporarse al mercado laboral en otro menos cualificado o, en su caso, sin cualificación de ningún tipo (…)". En el conflicto surgido entre el interés del padre por verse liberado y el del hijo por percibir alimentos, explica esta sentencia, "prevaleció (…) que un buen padre no debe ser víctima de la mala conducta o inaplicación del hijo, y que era preciso imponer a éste una pena o privación por el pasado y estimularle al bien para el futuro".

Otra vertiente del problema es el denominado "conflicto generacional". Pues ya me dirán ustedes si no es inevitable que hayan de surgir fricciones en la convivencia cuando se requiere la intervención de unos padres para ver atendidas las necesidades más perentorias a pesar de superar la barrera de los dieciocho y aun de los veinticinco años.

Personas adultas son, en la vida cotidiana, tratadas como niños. Y han de someterse a reglas, horarios y pautas que inexcusablemente han de aceptar, si desean morar bajo el techo de quien les proporciona el sustento. En ello ha sido meridiano el Tribunal Supremo, argumentando que la libertad tiene un precio y que quien escoge salir del hogar paterno no puede conservar las ventajas que lleva aparejada la mayoría de edad, imponiendo su criterio y exigiendo, además, que se paguen sus cuentas sin rechistar. En esto, como reza el refrán, los jueces comparten aquello de que "quien paga, manda".

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