Histeria cotidiana

La distopía que viene no será ni fascista ni comunista, sino que reunirá los peores defectos de los dos totalitarismos

Ahora mismo no sé muy bien en qué país vivo. Si salgo a la calle, veo terrazas llenas de gente que bebe cerveza mientras consulta absorta el móvil; veo autobuses que llegan a su hora; veo niños que van y vienen del colegio, felices porque ya se acercan las vacaciones. Pero si uno se asoma a las televisiones o a las flamígeras cuentas de Twitter, vivo -vivimos- en un país de gritos y de amenazas, de odio sulfuroso expandiéndose por todas partes, de gente que exhibe horcas y pide castigos ejemplares y una Justicia dictada por las multitudes que gritan en la calle, y no por esos jueces prostáticos que aplican unas leyes aviesas dictadas por no sé qué patriarcas medievales.

¿Qué nos está pasando? ¿Qué virus se ha apoderado de nosotros? Comprendo que haya decisiones judiciales que no nos gusten, pero nadie parece entender que vivimos en un mundo en el que la Justicia debe ser independiente y no puede estar controlada por los gobernantes, ni mucho menos por las redes sociales o por la gente que se manifiesta en la calle. Ese, por cierto, es el sueño de todos los tipejos que ejercen despóticamente el poder, desde Trump a Salvini, desde Orban a Erdogan -todos varones, por cierto-: unos jueces miedosos y obedientes que no puedan dictar sentencias según su libre interpretación de las leyes, sino que estén obligados a aceptar unos criterios externos impuestos por el poder (o por las masas caprichosas que gritan en las calles, que a menudo suelen estar teledirigidas por el poder o por quienes buscan hacerse con el poder). Es decir, una Justicia cobarde que acepte los censos de gitanos para deportarlos, o que condene a los violadores a ser castrados en una plaza pública.

La distopía que se acerca -está muy próxima- no será ni de derechas ni de izquierdas, ni fascista ni comunista, sino que reunirá los peores defectos de los dos totalitarismos. Y será, por supuesto, histérica, demagógica, mentirosa y cruel. Dirá que actúa en nombre de las víctimas y de los oprimidos, pero será despiadada y arbitraria y caprichosa y nos condenará a vivir asustados y cohibidos. Y ese mundo feliz -que será terrorífico pero nos obligará a vivir con una eterna sonrisa en los labios- está a la vuelta de la esquina. Para que llegue, basta que el mundo real de los bares y los colegios se contagie del histerismo demente de las redes sociales.

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