La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Historia cotidiana de la infamia

Que los padres maten a sus hijos es su disolución, su eclipse. La encarnación del mal puro

Que quien asesina a un niño con el que convive o quien maltrata una y otra vez a su propio hijo hasta matarlo golpeándole la cabeza sean condenados a prisión permanente revisable me parece proporcional y justo. En el último caso la víctima tenía seis meses. ¡Seis meses! Una vida brevísima en la que cabe un infierno. Los relatos de como los soldados alemanes se divertían cogiendo a los niños judíos más pequeños por los pies para reventarles la cabeza ante sus madres son los más atroces del Holocausto. Están documentados exhaustivamente. Basta leer El libro negro (Galaxia Gutenberg), gigantesca recopilación dirigida por Ehrenburg y Grossman de testimonios, cartas y fragmentos de diarios referidos a los crímenes alemanes contra los judíos del Este de Europa. Tardé meses en leerlo. No porque tenga más de mil páginas, sino porque tenía que parar para retomarlo tiempo después, agobiado, aplastado, por lo que los testimonios contaban (aunque también hay en él algún rayo de luz, como el diario de la doctora de una ciudad ucraniana).

Tendemos a considerar los más atroces crímenes de la historia como momentos de excepción en los que se desata una contagiosa epidemia de locura homicida colectiva. No es así. Lo que cuando se organiza y alienta desata estos horrores que causan millones de víctimas y hacen posibles episodios de una inimaginable crueldad vive entre nosotros. Son horrores domésticos que forman parte de lo que podría llamarse una historia cotidiana de la infamia. No bastan las condiciones socioculturales y la marginación para explicarlo. No basta la demencia. Que los soldados alemanes asesinen a bebés judíos es atroz hasta lo insoportable. Que lo hagan sus propios padres va un paso más allá en atrocidad.

La tendencia de cualquier ser humano digno de tal nombre es proteger y defender a los niños. Partiendo de un caso real Grossman opone en Vida y destino el personaje de la doctora Sofía Ósipovna a los horrores de El libro negro. Coincide en el vagón de ganado, camino del campo de exterminio, con un niño de 12 años separado de sus padres. Ella no tiene hijos. Lo hace suyo en el largo y duro viaje. Cuando llegan renuncia a salvarse, no identificándose como médico, para acompañar al niño a la cámara de gas. Esto es una cumbre de lo humano. Que los padres maten a sus hijos es su disolución, su eclipse. La encarnación del mal puro.

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