No sirve de nada, claro, pero de pronto uno es consciente de vivir un episodio que pasará a la Historia. Nuestros padres y abuelos tuvieron la guerra; nosotros, la pandemia. Salimos ganando, desde luego. Digamos que nuestro cirujano de hierro es considerablemente menos riguroso. Pero, igualmente, se hablará de esto. Lo recordaremos cuando seamos viejos, si es que para entonces la memoria sigue de nuestro lado. Contaremos a nuestros hijos y nietos cómo nos confinamos, cómo renunciamos a nuestras costumbres y, en gran medida, a nuestros quehaceres; cómo se arruinó la economía, cómo nos vimos obligados a volver a la casilla de salida mientras contábamos los muertos por miles a diario. No está nada mal para una tragedia. No hacen falta tiros ni golpes de Estado: justo cuando nos creíamos en la cima de la confianza respecto a lo logrado, un virus con el que nadie contaba vino y nos arrebató esa seguridad sin contemplaciones. Es una historia tremenda, vaya que sí, habrá que contarla. La tentación de la épica sigue irredenta: qué placer el de decir yo estuve allí, yo lo vi con mis propios ojos, yo le apreté la mano, fui testigo de aquello, a lo abuelo Cebolleta, la excepción que nos permite presumir de equipaje. El problema es que la épica, ay, plantea exigencias notables. Porque supongo que a uno le habría gustado contar que para hacer frente a la epidemia contamos con líderes capaces, con portavoces carismáticos, con modelos inspiradores. Sí, como en ciertas guerras, por más que sepamos de sobra que a la hora de matarse por el honor todo queda entre canallas. No estaría nada mal jurar que en esta democracia consolidada fuimos todos a una ante el mayor reto asumido desde la misma Guerra Civil, aparcadas las diferencias y sometidos los prejuicios, mano a mano, hombro con hombro, con la seguridad del otro como principio irrenunciable; que todos sacrificamos bienes preciados para el común beneficio y que celebramos cada victoria personal como logro de todos. Y que tuvimos una clase política que puso todo su empeño en que así fuese. Sin dudas ni titubeos. En una plena solidaridad horizontal.

Pero no, ya ven. Habrá que contar, si es que queremos ser honestos, si es que para entonces la honestidad sirve de algo, que el coronavirus nos pilló en la época menos favorable para la épica. Una época en que el ejercicio político, tanto en los parlamentos como entre la ciudadanía, decidió adoptar las estrategias propias de las tertulias y redes sociales hasta diluirse en la más absoluta incapacidad de aceptar que el otro, según consta en democracia, puede tener razón. Que todo consistía en hacer capturas de tuits a toda velocidad para comprometer al Gobierno, a la oposición, a los responsables, a los partidos, al vecino, a cualquiera que tuviera algo que decir, nos vinisteis con esto y luego con esto otro, tendréis que pagarlo caro porque yo tenía razón y vosotros no, mientras el recuento de muertos seguía, implacable. El virus terminó de demostrar que aquella vieja llama que creíamos firme, la del pacto y el acuerdo, la de la unión de fuerzas, se había extinguido para siempre. Y esta pérdida no fue menos dolorosa.

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