A Juanito, cuyos saltos a un lado y otro del océano le habían generado una insaciable curiosidad por la semántica, nunca dejó de sorprenderle la capacidad de las ciencias ocultas para desarrollar términos cuyo significado solo está al alcance de su creador. Y del mecenas que financia la invención. Quizás por eso, él, que había estudiado cuando la Wikipedia tenía formato de Espasa Calpe, confesaba que el libro que más consultó durante sus estudios fue el diccionario de la Academia de la Lengua. Hastiado de contemplar cómo le cambiaban el nombre a las cosas para que no parecieran los que realmente son, terminó convirtiendo sus columnas en la prensa local en volutas de humo con las que dar la vuelta al mundo a lomos de una Vespa. Fue entonces cuando recaló en un pueblo de la sierra de Málaga en el que intentaron adosarle una vivienda junto a un campo de golf. Según aquella vendedora de rizos de caballito de mar, se trataba de un "residencial turístico". Un canto de sirena más del boom inmobiliario que nos atraparía en el mar de los Sargazos. Con la compra de la vivienda se firmaba un contrato privado con el promotor para que éste la explotase como apartamento turístico y Juan se reservaba el derecho a usarla tres semanas al año. De este modo se resolvía el problema de cómo hacer apartahoteles en suelos residenciales, financiándolos unos terceros a los que nadie les garantizaba la rentabilidad de su inversión.

Cansado de tanto tirabuzón semántico, decidió refugiarse en la contemplación de su bahía hasta que la aparición en el horizonte de un nuevo concepto de negra apariencia, cual bandera pirata, turbó su sosiego: el hotel residencial. Tres cuartos de lo antes, pero en vertical y a la orilla del mar. En medio del puerto, acababa de resolverse el problema de cómo construir viviendas en un suelo destinado a hotel, y Juanito no acababa de entender cómo doña Rosita, mujer que había estudiado letras y números, no se percataba de semejante jugada.

-No se sulfure, don Juan. Desde la terraza del hotel tendremos unas vistas de Málaga que nunca hemos disfrutado.

-Lo sé, doña Rosita. Mi preocupación radica en que, si el precio del Gin Tonic es proporcional a la altura a la que está el bar en el edificio, en las terrazas más altas de la ciudad ya alcanza los diez euros. Con mi sueldo de garson, toda una invitación a contemplar el tótem desde la playa hasta el final de mis días.

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