La vida, en toda su inmensidad, se cuela por cada rendija de los días. La ironía es que se convierte en un gigante manto invisible que nos cuesta ver por cómo nos ciega el sol de la rutina. Pero siempre se abre paso. Ahora que el verano reina con su placa de fuego dorado, el mar se va retrepando para robarle al alquitrán el gobierno del suelo. Y bajo las llamas en las que vienen envueltas las páginas de los periódicos, tras los dramas que escupen los informativos en alta definición, la banda sonora de los niños que empiezan a beberse a carcajadas las vacaciones rellenan los barrios. Ahí está, enterrada en la dioptría de quien no quiere mirar.

Es solo que a veces hay que enfocarla desde la superación, el pragmatismo o la celebración. Y entender la vida como una infinita sucesión de diminutos milagros. Para oír con más fuerza a los pájaros que sobrevuelan la mañana que los gritos vecinos ofuscados en otra discusión son más base que la monotonía marital. Y es preferible fijar las pupilas en el verde de la ciudad, por poco que haya, que dejarse consumir por el gris de la calle, ese que hace que a la alegría de los corazones les salga moho y se traslade a los semblantes de los transeúntes. Hay que darse cuenta de que pasear es el superlativo de dejarse llevar por la dirección de las aceras. Escuchar las caricias del viento, desoír el rugido de los coches (una caravana de tráfico pedazo es una maravillosa oportunidad para oír música más tiempo).

Vivir es tomar pequeñas grandes decisiones. Hay que mirarse los pies y fijarse si aún no nos limpiamos bien los últimos granos de arena, no el pegadizo hastío que nos deja en la suela la tarima de la oficina. Es que conforme se acerque el domingo por la noche el lunes no se cuele prematuramente en las manillas del reloj, sino que la impaciencia por ver el atardecer acelere el tic tac del pecho. Es jugar a adivinar qué colores dejará como huella en el cielo la última vuelta del sol sobre la tierra. Es colocar una piñata sobre cualquier hoja del calendario.

Vivir no es solo un guion que te asignaron al nacer, vivir es abrir un diccionario y escribir la palabra cotidiano como sinónimo de extraordinario. La vida es el sutil arte de levitar oliendo el aroma del café. De romper un enfado orgulloso con un beso inesperado. Vivir es la tercera conjugación y todos los verbos que se pueden conjugar con él. La vida, aunque no te guste mucho la tuya, la puedes elegir de mil maneras según el libro dentro del que decidas reencarnarte. La vida hay que encararla con esa risa incombustible que se te pone en una guerra de globos de agua. Es bailar cuando tú no te estás mirando, es dibujar lo primero que te salga cuando sientas que no pintas nada aquí.

Y sí, claro, la vida también son lágrimas, pero nunca faltará una luna o un mar con quien compartirlas. Y no hay pena que no quepa bajo un abrazo ni almohada que no quiera ser tu amiga. La vida son cuatro letras en las que tú decides qué palabras usar (o inventar). Y si para ti la vida es el mismo cuento de todos los días, ponte Spotify mientras lloras para descubrir una nueva canción que te lleve a la casilla de salida de este artículo.

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