Incorrectos

Somos libres para despreciar, pero sólo los necios prefieren los insultos a los argumentos

Es curioso cómo ha evolucionado todo lo relativo a la political correctness desde que el concepto, nacido con su uso actual como una derivación tardía del movimiento por los derechos civiles, se generalizó hacia finales de los ochenta en los campus estadounidenses donde tempranos objetores como Harold Bloom -que acertó y erró en todo a lo grande- denunciaron los estragos provocados por la mojigatería posmoderna. A otro Bloom, Allan, un filósofo y clasicista que fue fielmente retratado por el Nobel Saul Bellow en su última novela, Ravelstein, se atribuye el inicio de la reacción conservadora con la publicación de un polémico ensayo titulado, en español, El cierre de la mente moderna, que tuvo amplia repercusión fuera del ámbito universitario donde la guerra se libraba en torno a los estudios culturales y la discutida perspectiva de lo que el temible don Haroldo llamaba, de manera atinada pero injusta, las escuelas del resentimiento. Repetidas hasta la obsesión por los escritores y periodistas más beligerantes, que hablaban y hablan de acoso a la libertad por parte de la constelación progresista vinculada al feminismo y la defensa de la diversidad sexual o las minorías étnicas, las andanadas contra la corrección política han rebasado hace mucho el entorno académico -en el que la polémica tiene un sentido- y se leen u oyen ahora todos los días en boca de valientes que posan de rebeldes indomables. Aunque es cierto que a algunos les gustaría, la propia queja reiterada demuestra que no existe una verdadera censura, pero el tópico se ha hecho fuerte -ayudado por los excesos en los que incurren quienes proponen reglamentar el lenguaje con un celo fanático o sencillamente ridículo- y aporta munición al discurso de una tropa variada donde se alinean desde brillantes intelectuales reaccionarios a creyentes en burdas teorías conspiranoicas. Dejando al margen a quienes disienten con humor y respeto, presumen de incorrectos individuos extremistas, deslenguados y atrabiliarios que pregonan su derecho a ofender -pero no es la censura sino la cortesía lo que aconseja una mínima contención a la hora de expresarse- y acusan de inquisidores a cualquiera que afee sus palabras. Abundan en la llamada derecha alternativa, una variante degenerada del liberalismo, pero hay una incorrección inversa en esa izquierda airada y supuestamente contestataria que critica el poder a la vez que lo ejerce. Y tampoco los radicales chic, tan puros y remilgados con sus cosas, se reprimen a la hora de injuriar a quienes no comulgan con sus ideas. Somos en fin libres para despreciar, pero sólo los necios prefieren los insultos a los argumentos.

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