EN una era en la que puedes expresar tu apoyo a una causa pulsando un me gusta, en la que escribes una pequeña frase que puede llegar a cientos de miles de personas hasta el punto, quién sabe, de que puedes comenzar una revolución; en un tiempo, en definitiva, en el que un pequeño smartphone nos permite compartir conocimientos, ideas y sentimientos como nunca antes, esto que llamamos democracia sigue consistiendo en entregar tu voto, sin condiciones, cada cuatro años. Lo mismo desde hace siglos. Hay mucha más democracia en Facebook o Twitter, que al fin y al cabo te permiten retirar de forma inmediata tu apoyo a algo y expresar tu disgusto, que en España y Europa. Regalamos nuestro voto como quien da un cheque en blanco, sin más factura o contrato que un programa electoral, ese conjunto de promesas del que gracias a Rajoy y a su peculiar concepto del deber ya sabemos con seguridad que tiene el mismo valor y utilidad que el papel higiénico del Lidl.

Cada cuatro años, en las elecciones generales, autonómicas y municipales, metemos en una urna una papeleta con unas siglas y con un montón de nombres que no hemos elegido. Personas que tomarán muchas, demasiadas decisiones en nuestro nombre. Desde el número de alumnos por clase o el dinero que se destina a I+D hasta avalar las pérdidas de un banco o construir aeropuertos y estaciones de AVE en lugares sin viajeros. Y harán muchísimos nombramientos en la estructura institucional. Nombrarán a los jueces del Supremo y del Constitucional, a los mandos de los cuerpos policiales, a los embajadores, a los jefes de informativos de las televisiones públicas, a los altos cargos de las empresas estatales, autonómicas y municipales. Se meterán en todo, nombrarán a los suyos en todas partes y será en nuestro nombre. Elegirán, también, a los presidentes de las diputaciones, con cada vez más poder pese a que la gente no las vota.

Cuanto más alto subamos en la escala del poder, menos democracia se respira. No votamos a los responsables del Fondo Monetario Internacional, ni al presidente del Banco Central Europeo. Tampoco votamos, o al menos no recuerdo haberlo hecho, ni al presidente de la Comisión Europea, Durao Barroso, ni al del Consejo, Van Rompuy. Y desde luego ni yo, ni usted, hemos votado a los mercados. Esos para los que ahora todo el mundo gobierna. La voz que manda en Europa y que se ríe con desprecio de lo que salga de las urnas. "Italia es un caso grave, contagioso, infeccioso para Europa", ha dicho el ministro alemán de Finanzas, Wolfgang Schäuble. Como si la democracia fuera una enfermedad. Está enferma, que es distinto.

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