La Feria es una suerte de carnaval de Venecia deconstruido. Las camisetas con lemas hormonales (o ausencia de ellas) suplen a los disfraces. Muchos enmascaran su personalidad de día laborable. Las clases altas y bajas se mimetizan bajo un viscoso aroma común a las camisas más caras y los polos de propaganda, y que recuerda al hedor de los canales. Los besos, los regalados a precio de saldo y los miserables que se indultan "porque es Feria", son facturados como platos de tortilla y litros de cerveza. Los abanicos flotan como góndolas por suelos pegadizos de Cartojal, rebujito y… bueno, eso otro, para qué recordarlo. Ropas chillonas como las fachadas venecianas y un ensordecedor ruido que engulle el lamento del centro diciendo "Agua, trágame". La Inserenissima Repúbica de la Feria.

Estos días de agosto, esta vez más largos que de costumbre, cargan siempre las tintas sobre los jóvenes. Pero es justo el momento que me pregunto si realmente existen tantas diferencias entre niños y adultos. Los primeros han conseguido crecer antes de tiempo. Han acortado tiempos para los vicios, las relaciones sexuales, acostarse a la hora que les dé la gana enganchados al móvil, la Play o Netflix. Han conseguido ser adultos en cuerpos imberbes; por eso son más difíciles de gobernar. Son impacientes, irreductibles, descastados.

Y luego están los mayores, los que tenemos que aleccionar a esos niños. Que cada vez somos más Peter Panes y corremos despavoridos hacia el tren de la juventud, que se escapa. Y nos ponemos ropa que nos queda un tanto ridícula, queremos conquistar las redes con chascarrillos anquilosados, bajo el influjo de las hormonas hacemos o pensamos las mismas tonterías que ellos. Porque sí, hay demasiadas bobadas que hacemos más propias de edades tempranas.

Antes era más fácil marcar los periodos evolutivos. La historia avanzaba a golpe de revolución. La industrial, la francesa, Internet. Ahora, con todo a velocidad de vértigo, es imposible definir las etapas, menos aún con los adultos corriendo con miedo hacia atrás en el tiempo y los jóvenes esprintando para llegar al futuro sin inocencia. Dice un proverbio medieval asociado al carnaval de Venecia: Semel in anno licet insanire. O sea, "una vez al año es permisible volverse loco". Así que a lo mejor la vida no es un carnaval, sino una feria deconstruida.

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