Sí, es como México, Xátiva o Xixona, pues eso, Loxa, con equis. Juan tenía, oficialmente, otros apellidos, como los de mucha gente. Y él no era mucha gente, ni siquiera gente.

Juan de Loxa era un señor, con un cierto hálito arcaizante en las formas y una elegancia intrínseca en los modos que lo transformaban en un ser tan singular como irresistiblemente atractivo. Y era, también, un auténtico revolucionario en los fondos, en todos los fondos, en los sociales, en los personales y hasta en los éticos, mejor dicho, en los estéticos, porque en Juan de Loxa, hasta sus convicciones más profundas y enraizadas eran -tenían que ser- dotadas de íntima, de entrañable belleza y atractivo. Sin estridencias, nunca estridencias. Pero sí radicales diferencias, sutiles, insalvables, hasta definitivas. Juan de Loxa era un ser de natural elegancia y de tan singular belleza interior que no pudo ser otra cosa que poeta.

Y era poeta en todo, en su manera de atarse la bufanda para resguardarse de los fríos en su Granada del alma. En su forma de acariciar el agua para evacuarla de las mangas de su gabardina, era un poeta en el modo de coger el cigarrillo, en la manera de caminar y en la forma de mirar. Y era poeta de pie o sentado y en silencio, en 'La Pecera' del Centro Artístico, donde le conocí, en una mañana de invierno o cazando sueños imposibles, como mariposas inmensas, en el Museo -su museo- Casa Natal de Federico, allí, en Fuente Vaqueros, donde, con justicia le idolatran. Juan de Loxa, ese poeta granadino, que habla con ese gracioso y discreto ceceo, anda ahora rodeado de otros escritores, artistas y mecenas que hicieron, como él, lo que es Granada hoy, departiendo con Federico, con Manuel Ángeles, con Hermenegildo o con Falla, con los "nudos" de aquella "cuerda granadina" de la que salió, la Cofradía del Avellano y con Ángel Ganivet, cuyo cuerpo duerme el frío nórdico de la muerte física bajo una losa blanca de Macael, en la que deberían haber puesto; en vez de su nombre; solamente "aquí yace Pío Cid" y todos lo hubiéramos sabido, como habrían de poner sobre la de mi querido, mi admirado, mi amigo Juan de Loxa, así, con equis, como él mismo me lo explicó: el poeta, el creador, el respetuoso irreverente, el delicado provocador, el elegante revolucionario, el promotor de sueños reales, el genio íntimo sin secretos. Él, Juan, nuestro amigo. ¿O no?

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